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Publicación bimestral -ISSN Nº 1851-4855- AÑO 2 NÚMERO 3 Marzo de 2008

El pecado de Julia. Dirección: Mario Soffici. Argentina, 1947. Guión: René Garzón, Tulio Demicheli según la obra La señorita Julia de August Strindberg. Elenco: Amelia Bence, Aída Luz, Alberto Closas, Milagros de la Vega. Por Rosalía Baltar: Licenciada y Profesora en Letras, Universidad Nacional de Mar del Plata.


Kafka ha dicho de Strindberg: Me siento mucho mejor porque he leído a Strindberg... No lo he leído por leerlo, sino por apretarme contra su pecho... ¡Esa furia, esas páginas conseguidas a fuerza de puños! De ningún modo me he sentido mejor luego de leer Strindberg (1848-1912), al menos en lo que respecta al desgarro de la soledad, la incomprensión, todo lo triste y negro del mundo que hay para leer en sus páginas. Más bien diría que he sentido en carne viva sus puñetazos contra mis propios ojos y me ha llevado a preguntarme si mi madre, al recomendármelo fervorosamente desde la infancia– junto a Hamsun, Ibsen y otros nórdicos- no me estaría haciendo pagar algún resentimiento inconfeso.Realmente el dolor domina esos parlamentos, un dolor loco que no aspira a la inmortalidad o a la trascendencia romántica sino que tiende a manifestar lo absurdo de las instituciones, sus funcionamientos, sus rigores. Un dolor de austeridad, de pan seco y cama dura y agua helada, de un invierno eterno, blanco hasta lo irreal. Strindberg escribe seis novelas autobiográficas; en una de ellas, Solo, cuenta cómo se encierra en un pueblito para escribir; lleva consigo para leer La comedia humana (varios tomos) y Biblias de distintos orígenes y épocas. En cada página de Balzac vislumbra el comportamiento humano; en las distintas Biblias se asoman los diversos comportamientos de Dios: cuando desea ser castigado por un Dios irascible y despótico abre las páginas de una Biblia calvinista o protestante, preferentemente en los pasajes de Job; los días de autocompasión, acude a la misericordia del Dios católico del nuevo testamento que lo alivia con el mandamiento de la confesión.Como en El hijo de la criada –otra de sus novelas autobiográficas-, La señorita Julia es una obra que tensa los límites de clases, que despoja al amor de toda nube romántica para definirlo como pasión sexual, influencia del medio, pérdida de la razón, embotamiento. También deja al descubierto los resentimientos de la domesticación del hombre que ya, a fines del XIX siente que puede aspirar a su autonomía e independencia.La película de Mario Soffici, una de las tantísimas versiones del libro de Strindberg –sin embargo, anterior a la primera versión cinematográfica sueca-, busca en los símbolos de sueños, pantanos, hadas atractivas y etéreas desplegar la psiquis de una señorita Julia –Amelia Bence- insastifecha, enérgica, caprichosa, dominante y, al fin, engañada por su propio desamor hacia el otro, para ofrecer un contrapunto con el criado fidelísimo, que deja paso a sus instintos sexuales más por revancha que por lujuria y que se complace y regodea en el engaño de las palabras que sabe de antemano serán incumplidas (Por suerte vi la película en el ciclo “Cine de Barrio” de canal 7 y quien presenta chimentó que tras el set las infidelidades de Alberto Closas –el criado- permitían acentuar el carácter dramático de la actriz protagónica –su mujer en la vida real).Los sueños de caídas al vacío, junto con una noche de San Juan en pleno verano y lazos y coronas de flores y polainas, imprimen cierto raro exotismo provocado por la casi certeza de que los personajes están disfrazados en la pampa argentina y exalta así el carácter carnavalesco, limitado y ficticio de la movilidad social que el autor sueco deseaba transmitir.

La Dalia Negra. Dirección: Brian De Palma. Basada en la novela homónima de James Ellroy. EEUU, 2006. Guión: Josh Friedman. Elenco: Josh Hartnett, Scarlett Johansson, Aaron Eckhart, Hilary Swank, Mia Kirshner, Mike Starr, Fiona Shaw, Rose McGowan. Por Leonardo Casas: Licenciado en Comunicación Social (UNLP). Productor y director de Radio y Televisión Nacional (ISER La Plata). Actualmente, es editor periodístico en Radio Brisas de Mar del Plata.



La Dalia Negra significó cierto regreso a las fuentes de Brian de Palma. Tras sonados fracasos, tras fallidos de principiante, De Palma vuelve a encontrarse consigo mismo en algunas partes de esta película. Y para quienes todavía creemos en un cine de autor, y disfrutamos de filmes como Scarface y Los intocables, chispazos de su talento son para disfrutar.La película cuenta con las actuaciones de Josh Hartnetty Aaron Eckhart, en los roles masculinos, y tiene a Scarlett Johansen en un papel justo para ella, dejando más claro que su sex appeal de rubia pulposa está al nivel de las grandes estrellas de décadas pasadas, como Marilyn Monroe, o Veronica Lake. Y nombrar a Veronica Lake no es antojadizo: La Dalia Negra es producto de la morbosa pluma de James Ellroy, también autor de Los Ángeles al desnudo, que fuera llevada a la pantalla por Curtis Hanson. En esa película, Kim Basinger hacía de prostituta fina, que conseguía clientes por su parecido con Veronica Lake.Ellroy es un escritor atormentado y obsesionado con la violencia hacia las mujeres, la corrupción policial y el mundo escabroso que se oculta detrás de las luces de neón de Hollywood. La Dalia Negra y Los Ángeles al desnudo forman parte del Cuarteto de Los Ángeles, la particular mirada que Ellroy lleva a cabo sobre la violencia y el crimen durante los años 40 y 50.La Dalia Negra significó el primer gran éxito de Ellroy como novelista. Una historia real que le sirve de sublimación de sus propias obsesiones. El asesinato de Elizabet Short, llamada La Dalia Negra por un periodista norteamericano, tiene relación directa con los traumas de Ellroy, cuya madre fue asesinada cuando él tenía 10 años y, al igual que en el caso de la Dalia, jamás se encontró al responsable de su muerte. Uno de los últimos libros de Ellroy, Mis rincones oscuros, da cuenta de la investigación que el propio autor realizó, a más de 40 años, del asesinato de su madre.Brian de Palma llevó a la pantalla esta intrincada historia de Ellroy. Si bien es confusa en ciertas partes, y hasta tirada de los pelos en cuanto a su resolución, no es menos cierto que la propia narrativa de Ellroy es así: exagerada, llena de datos y con una conexión entre los hechos que a veces dista de ser creíble. Aunque también podría decirse que gran parte del policial negro tiene estas características, porque si se analiza despiadadamente a los padres de este género, Dashiell Hammet y Raymond Chandler, encontramos esta misma falta de verosimilitud. En definitiva, para los amantes del policial negro, no muy visitado durante estos últimos tiempos (con tanto asesino serial dando vueltas, y con un gran protagonismo de forenses y psicólogos criminalistas), La Dalia Negra oficia como un gran homenaje a esos relatos de antaño, que no eran demasiado creíbles, pero que nos mantenían nerviosos en la butaca, sin saber en qué lugar podían terminar esos anti-héroes que llevaban adelante la historia.


El desprecio. Dirección: Jean-Luc Godard. Basada en la novela homónima de Alberto Moravia. Francia, 1963. Guión: Jean-Luc Godard. Elenco: Brigitte Bardot, Jack Palance, Michel Piccoli, Georgia Moll, Fritz Lang. Por Víctor Conenna: Profesor en Letras. Becario de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Coordinador del ciclo “La literatura en el cine”.



El cine sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos (André Bazin)

Si hubiera que buscar un texto que nos sirva para comprender las particularidades del oficio de guionista, precisamente en estos días en que los guionistas de Hollywood acaban de levantar una huelga que paralizó durante tres meses la industria del espectáculo en Estados Unidos, ese texto es El desprecio. Novela fundamental en la obra de Alberto Moravia, narra con maestría el fin de la relación conyugal entre Emilia, una simple dactilógrafa, y Ricardo, un dramaturgo devenido en crítico de cine, buceando sobre todo en los aspectos psicológicos de la pareja. Paradójicamente, este proceso comienza cuando Ricardo decide aceptar la oferta de Battista, un poderoso productor cinematográfico, para realizar el guión de un ambicioso filme basado en La Odisea. Las distintas interpretaciones–por parte del guionista, del productor y del director- del texto y por ende de cómo debe llevarse a cabo la adaptación plantean una profunda reflexión en torno a las distintas concepciones del cine y a la relación entre el cine y la literatura.
La versión fílmica de Jean-Luc Godard se aleja de películas anteriores como Sin aliento (1959) y Vivir su vida (1962) e inaugura una nueva etapa de experimentación y cambio constante que perdura hasta hoy. Si el planteo de Moravia supone un desafío para aquellos que desean llevar un texto literario al cine, Godard lo acepta y redobla la apuesta, asume la historia como propia y la carga de sensualidad y erotismo (tarea nada difícil si entre los actores a dirigir se encuentra Brigitte Bardot en su momento de mayor esplendor). El director, además, se encarga de homenajear a Fritz Lang –que en la película hace el papel de sí mismo- , gesto que constituye, por un lado, la aceptación en torno a las reflexiones que plantea el texto y, por otro, la proclamación, más allá de las afinidades estéticas entre él y el escritor italiano, de sus principios éticos con respecto al cine. Tal vez sea por eso que Michel Piccoli –el protagonista de la película- declara en el número 632 de Cahiers du Cinema que El desprecio es una obra completamente autobiográfica de Godard, autobiográfica de ese momento de su vida: un momento de dolor, de cuestionamiento de sí mismo frente al amor, a la literatura, al cine, al dinero.
Para finalizar, por medio de Ricardo Molteni, Moravia materializa el acto de escritura en la última oración de la novela: “Y decidí escribir estas memorias, con la esperanza de lograr aquel propósito”. Parece decirnos: Esto es literatura. Godard comienza la película con la imagen de una cámara en travelling que filma a una actriz caminando por Cinecittà, al mismo tiempo que una voz en off informa los créditos e introduce la cita de André Bazin, y la cierra con la imagen de un set de filmación y la voz de Fritz Lang pidiendo silencio. Parece decirnos: Esto es cine.
Beowulf, o el conflicto de la traducción. Dirección: Robert Zemeckis. Basada en el poema épico homónimo. EEUU, 2007. Guión: Roger Avary, Neil Gaiman. Elenco: Ray Winstone, Angelina Jolie, Anthony Hopkins, Robin Wright Penn, Crispin Glover, John Malkovich, Alison Lohman, Brendan Gleeson. Por Juan Ariel Gómez: Profesor de Inglés. Magíster en Literatura Comparada. Docente en el Departamento de Lenguas Modernas, UNMdP.






¿Por qué no apuntar, de entrada, que Beowulf (2007, Robert Zemeckis) está proponiendo – todas las adaptaciones lo hacen en última instancia – la traducción de un poema épico, ancestral, cantado por bardos que recitaban sus versos, de memoria, a las cortes de los reyes anglosajones acompañados de un instrumento de cuerdas similar a una lira? Y que, como toda traducción, a otro medio, a otra audiencia, con otros modos de representación, esta versión fílmica propone repeticiones y diferencias con respecto al ya elusivo original, cuya única transcripción a un manuscrito sobrevivió la disolución de los monasterios católicos que lo habían preservado ordenada por Enrique VIII hace unos cuantos siglos atrás y se exhibe hoy en la Biblioteca Británica en Londres.
Lo que resulta oportuno destacar de esta versión cinematográfica del poema anglosajón es la manera en que la representación de lo real se ve, necesariamente, diremos, extrañada precisamente por la digitalización de los escenarios, de las luchas, de las mismas actuaciones. Los actores son reconocibles por sus voces y rasgos alterados por la tecnología digital aplicada: Anthony Hopkins, John Malkovitch, Angelina Jolie son ellos, pero no del todo. Alguien que la vio conmigo dijo: “parece que todo fuese como en un juego de computadoras en red, como esos que juegan los chicos en los cybercafés”. Y algo de eso tiene. Lo digital por un lado resuelve todo un tema en la traducción fílmica que tiene que vérselas aquí con lo épico, lo hiperbólico y fantástico del género que re-presenta. Pero digitalizar lo humano se resuelve aquí como un suplemento para ese rastro de lo humano, de lo real que está en los rostros y las voces. Despunta una de las diferencias que la traducción digitalizada de Zemeckis propone, pero que toma incluso de una lectura correcta del poema épico anglo sajón, el supuesto original. Lo épico, si bien está acompañado de lo eminente, de sus héroes y sus actos, no deja de ser una reflexión acerca de lo humano.
Si la tecnología digital espectaculariza la actuación, el guión es el que se encarga de moralizar y alterar marcadamente la narración propuesta en el poema original. Un primer ejemplo es el rey Hrothgar, en la película un viejo patético que gasta en fiestas, excesos y adulterio y que merece el castigo de las sangrientas visitas de Grendel, como también merece la humillación de tener que acudir a Beowulf, un héroe legendario de un reino vecino que llega en barco, a falta de coraje y pericia locales. Pero la madre de Grendel (A. Jolie) y su monstruosa belleza constituyen un rasgo todavía más atrayente en el filme: los monstruos que han de enfrentar los reyes son fruto de la seducción que ella ejerce sobre todos ellos, reyes o guerreros, que intentan enfrentarla. Pero incluso dejando de lado estas licencias que solo los que hayan leído el poema podrán detectar, digitalizar permite lo que el texto original buscaba por el uso de aliteraciones, hipérboles, imágenes y epítetos grandilocuentes para hacer que lo heroico resultase necesariamente desmesurado también. Beowulf, la película evidencia un problema que ya acosa a Beowulf, el poema por cómo llega al espectador o lector de por estos días: mediado por el conflicto de lenguajes en traducción. Un trazado genealógico del poema partiría de una transmisión ancestral, irrecuperable por su propia naturaleza oral mediada por la lógica de la memoria, sus necesarias estrategias, los epítetos, las aliteraciones, las digresiones en varios relatos secundarios que sirven de ilustraciones, o pueden volverse preludios para algo significativo en el poema. De una traducción o transcripción de lo oral a lo escrito y una posterior, del inglés antiguo al inglés moderno, a lo fílmico como traducción (digitalizada) de la épica. De todos modos, ya lo sabemos, el texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio.

Raskolnikow. Dirección: Robert Wiene. Basada en la novela Crimen y Castigo de Fiódor Dostoiesvki. Alemania, 1923. Guión: Robert Wiene. Elenco: Gregori Chmara, Elisabeta Skulskaja, Alla Tarasova. Por Darío Lavia: En 1999 inició la publicación virtual Terror Universal, revista dedicada al cine fantástico clásico y en 2000 lanzó la base de datos
cinefania.com, primera en español especializada en dicho género. Colabora con los festivales Buenos Aires Rojo Sangre, Montevideo Fantástico y es curador de las muestras Crepúsculum y Tandil Fantástico.






Decir que la novela de Dostoievsky es sobre "un joven pobre y febril que asesina a una vieja y luego, imbécil, no sabe ni siquiera aprovecharse de la coartada y acaba cayendo en manos de la policía" no sería original. Ya lo dijo el cínico "Gog" de Giovanni Papini en la ácida obra literaria de dicho título. Pero, quitando el sarcasmo, el desafío de llevar a la pantalla Crimen y Castigo es, pues, postular una trama que en el siglo XIX era convincente pero que en los modernos y decadentes años '20 traía las dificultades que bien remarca Papini. Para ello, en la República de Weimar (en la triste Posguerra alemana), Robert Wiene decide invitar a los actores del "Moscow Art Theatre", a quienes presuponemos más consustanciados para interpretar a torturados personajes rusos que cualquier actor germano. La trama del filme, adaptado por el propio Wiene, se desarrolla con total coherencia y tiene algunos puntos de brillo en las escenas de Raskolnikov torturado por la imagen del espectro de la vieja prestamista asesinada (bueno, esta secuencia paga la entrada del filme). La escenografía expresionista, que ya hemos visto en Das Kabinett des Dr. Caligari (El Gabinete del Dr. Caligari-1919), remarca esta vez un universo realista y sofocante, y es esencial, junto con las gesticulaciones de los protagonistas, para crear esa sensación de agobio y depresión que preside todo el filme. Los intertítulos transfieren parte del caudal filosófico sobre el que se erigen dos personajes antagónicos, Raskolnikov y el Inspector, cada cual con su motivación y su fundamento. Ateniéndonos a estas premisas y sin pretender hilar muy profundo, la película cumple con sus objetivos visuales y logra mantener un interés y una coherencia narrativa, si bien superficiales pero que bastan para cumplir el desafío inicial.

El mal está adentro: Psicosis. Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la novela homónima de Robert Bloch. EEUU, 1960. Guión: Joseph Stefano Elenco: Anthony Perkins, Janet Leigh, John Gavin, Vera Miles, John McIntire, Martin Balsam, Simon Oakland. Por Daniel Nimes: Estudiante de Letras. Ayudante alumno en la cátedra Taller de Oralidad y Escritura I (UNMdP).



“Entonces el horror no estaba en la casa, sino en su mente”, murmura uno de los personajes de Psycho (1959), de Robert Bloch, la novela en la que se basa la película homónima de Alfred Hitchcock. En esa frase –que nos trae a la memoria, si practicamos el anacronismo, la consigna de David Cronenberg: el mal está adentro- podemos encontrar la clave de toda la película.
Si bien el filme sigue bastante fielmente la novela, el famoso “toque Hitchcock” consigue que resulte netamente superior a su antecedente literario. La transformación más drástica se da en el que es, sin duda, el personaje principal, Norman Bates. En la novela se nos presenta como un cuarentón, gordinflón, bebedor y algo sudoroso; un personaje que no genera simpatías en el lector. En la película, en cambio, Norman Bates es interpretado por un joven Anthony Perkins, que compone el personaje en forma bastante más refinada y con cierta delicadeza atormentada que genera una inmediata simpatía en el espectador. Este sentimiento que inicialmente recaía en Marion Crane (la joven trabajadora con problemas financieros y de amor, interpretada por Janet Leigh) se trasladará, entonces, hacia Norman, una vez que la primera es asesinada por (suponemos) la madre del joven. La película pasará del neto género policial (la historia de un robo y la persecución de quien lo cometió) a un thriller psicológico que bordea la atmósfera del terror. Deliberadamente, Hitchcock elige eludir el color y filmar en blanco y negro (recordemos que ya estábamos en 1960), para evitar el morbo de la sangre y favorecer el aspecto siniestro de los espacios donde transcurren los hechos (en 1998, Gus Van Sant realizará una nueva versión “coloreada” de Psicosis, remake que muchos han calificado de “innecesaria”). Hitchcock incluso juega con el color de corpiño de Janet Leigh que utiliza uno blanco en la escena inicial del film, cuando todavía no ha cometido ningún crimen, y uno negro luego del robo. A título anecdótico, deberíamos decir que hay dos elementos no habituales en los comienzos de los 60 que son introducidos por el famoso director: un corpiño y un inodoro (y su descarga).
Tanto la película como la novela presentan una necesidad narrativa que nos retrotrae al Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson: la necesidad de ocultar la dualidad del verdadero protagonista de la película, que no es Marion, la inexperta ladrona, sino Norman Bates. En la historia de Stevenson, no es sino hasta el capítulo XI que se nos revela la verdadera naturaleza del Dr. Jekyll; en Psycho, de Bloch, el ocultamiento se extiende hasta el capítulo XV, y lo mismo ocurre en la película, donde el suspense dilata hasta las últimas consecuencias la revelación del cadáver de la madre y el cuerpo trasvestido de Bates. Como en el caso de la nouvelle de Stevenson, hoy en día la historia de Psicosis, al instalarse como una de las grandes películas de todos los tiempos, ha trascendido enormemente, y resulta difícil pensar en la reacción de un primer espectador ingenuo, desconocedor de la dualidad Bates/Madre y, sobre todo, del prematuro asesinato de la estrella femenina. En 1960, Hitchcock había dedicado todos sus esfuerzos a que el espectador llegara a la sala sin conocer ese dato, incluso difundió rumores de que estaba realizando audiciones para el papel de la madre.
Para Truffaut, la película es “una especie de escalera de lo anormal”: adulterio, robo, asesinatos, psicopatía. En esa escalera ascendente de locura, el espectador cae constantemente bajo la trampa de Hitchcock, y se identifica con los sucesivos personajes: en principio, con Marion, que sufre por amor y roba por la misma causa y, cuando se arrepiente y está tomando una ducha liberadora, es acuchillada. Luego está el pobre Norman Bates, un joven simpático y suave, que tiene que soportar a una madre insufrible, tirana y, para colmo de males, asesina. Ninguno de los personajes principales es inocente: Sam Loomis es adúltero, Marion es ladrona, Norman Bates es asesino. Allí está la clave: el mal está adentro, no hay enemigos con fuerzas extraordinarias ni monstruos como en las películas típicas de terror: hay debates morales y locura, psicosis: “Todos nos volvemos un poco locos de vez en cuando”, dice Anthony Perkins, y, como espectadores, sabemos que ese “todos” no nos deja fuera.



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