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Publicación bimestral. ISSN Nº1851-4855. Año 3 Número 13. Noviembre de 2009. Dedicado a la 24ª ed. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

La memoria y la distancia. Una habitación y media (Room and a Half). Director: Andrey Khrzhanovskiy. Basada en la autobiografía de de Joseph Brodsky. Rusia, 2009. Guión: Andrey Khrzhanovskiy y Yuriy Arabov. Intérpretes: Aleksandr Bargman, Sergei Barkovsky, Aleksei Devotchenko, Grigoriy Dityatkovskiy, Sergey Dreiden, Alisa Frejndlikh. Por Juan Ariel Gómez: Profesor de Inglés. Magíster en Literatura Comparada. Docente en el Departamento de Lenguas Modernas, UNMdP.


Hay algo de paradójico en la condición exílica, una productividad que se vuelve casi un oxímoron, podría decirse, y que irónicamente ha hecho que no pocos artistas hayan producido lo mejor de sus textos desde la distancia. Pensemos en el algo trillado pero no menos claro ejemplo del eminente filólogo y comparatista Erich Auerbach durante el tercer Reich alemán y Mimesis, su seminal estudio de la representación literaria de la realidad en la literatura occidental. A Vladimir Nabokov en Estados Unidos sería posible asociarlo con Joseph Brodsky, ambos honrados en varias universidades norteamericanas, lógicamente, vueltos capitales sostenes intelectuales del capital, hijos de la no pertenencia a la Revolución Rusa de 1917, después de un peregrinaje por Inglaterra, Francia, Estados Unidos, en el caso de Nabokov, después de haber decidido finalmente el camino de la disidencia, como dice Seamus Heaney refiriéndose a Brodsky, quien en 1964 había sido declarado culpable de “parasitismo” por el gobierno soviético, condenado a exilio interno y finalmente, en 1972, expulsado de la URSS. Como el mismo Joseph Brodsky lo remarcaba en una entrevista, el inglés era una lengua casi nativa para Nabokov, que había crecido con ella, entre otros idiomas. Sin embargo, estos dos grandes rusos del siglo XX resultan comparables como artistas de una lengua que no les es propia, o si: eventualmente escribirían en inglés. Esta cuestión, en la genial Room and a Half (Una habitación y media), la versión fílmica del ensayo autobiográfico de Joseph Brodsky escrito dos años antes del Nobel, dirigida por Andrey Khrzhanovskiy se lleva al plano del lenguaje fílmico con que se reconstruye, se retraducen los recuerdos del poeta. En el ensayo escrito en 1985 y que lleva casi el mismo título que la película a no ser por la sugestiva adición de una preposición y un artículo, “En una habitación y media”, lo que suma también más reclusión, más ahogo del que Brodsky quiso escapar, pero donde quedaron sus padres hasta sus últimos días, el poeta señala que para recordarlos -- porque memoria y afecto, recordar a los viejos que se quedaron, de eso escribe -- requiere del idioma inglés: (sepa disculpar el que solo lee castellano, u otro idioma y no inglés, pero no me atrevo a destruir el sentido de estas oraciones; quiero respetar esa suerte de puesta en abismo) “I write this in English because I want to grant them a margin of freedom.” Recordarlos en inglés será entonces la forma en que otorga a sus padres ese margen de libertad, y esa insistencia en la noción de territorialidad que una lengua siempre resulta ser, la casa del lenguaje, es la que agitan tanto el poeta como el director del filme. Porque su producción lúcidamente muestra cómo recuerda un Brodsky ya encanecido, y la forma de la memoria es acerca de lo que ambos textos, ensayo y filme, resultan reflexionar. No es una película lineal, no se reconstruye el relato únicamente a partir de convenciones realistas, sino que se recurre a figuraciones, animación, y la propia obra del poeta intercalados, yuxtapuestos. Anotaba Brodsky en su ensayo que “lo que la memoria tiene en común con el arte es una capacidad para la selección, un gusto por el detalle. (…) La memoria contiene, precisamente, detalles, no una imagen completa; momentos destacados, si se quiere, no todo el show.” Precisamente eso es lo que logra Khrzhanovskiy en los ciento treinta minutos de su filme.

Cuando se acaba el amor. El gato. Director: Pierre Granier-Deferre. Basada en la novela homónima de Georges Simenon. Francia-Italia, 1971. Guión: Pierre Granier-Deferre, Pascal Jardin. Intérpretes: Jean Gabin, Simone Signoret, Annie Cordy, Jacques Rispal, Nicole Desailly. Por Darío Lavia: Webmaster de http://www.cinefania.com. Lic. en comercio internacional). Este artículo fue publicado por primera vez en http://www.cinefania.com.




¿Por qué un matrimonio mayor porfía en seguir conviviendo cuando dedican cada uno de sus días a hacer el máximo daño al otro? Jean Gabin y Simone Signoret componen a una pareja, él septuagenario y amargado, ella con una renguera permanente debido a un accidente de juventud en su vida artística circense. La película se inicia con el marido comunicándose con su mujer por escrito, a través de papelitos con notas. El director, Pierre Granier-Deferre, despliega la historia de este matrimonio a través de varios flashbacks. Algunos nos muestran los recuerdos bucólicos y difuminados de cuando eran jóvenes y disfrutaban del sexo y la pareja. Otros, más cercanos en el tiempo, nos muestran la aparición de un gato, Greffier, la mascota que el marido trae a casa y a la que dedica toda su atención y ternura, manteniendo la más fría cara de perro con su esposa. El ambiente hostil genera las más tensas discusiones y siempre el gato es testigo mudo, casi burlón, de las continuas derrotas de la esposa, que se refugia en la bebida y la melancolía. Una eventual discusión culmina cuando el marido entrega un arma de fuego en la mano de su mujer y le desafía a terminar de una vez por todas con todos sus problemas disparándole un balazo. Ante el azoramiento de ella, el marido se va dando un portazo. Aún con el arma en mano, ella observa por enésima vez la mirada fija del gato y ya no lo duda. Empieza a los tiros contra el gato. Fuera, el marido está a mitad de cuadra y oye los tiros. El paisaje es, literalmente, demoledor. Se trata del barrio Courbevoie, que por esa época estaba siendo remodelado, para lo cual se estaban demoliendo todas las viviendas antiguas (la casa de este matrimonio ya había recibido la carta de expropiación). ¿Podrá torcerse el destino que el entorno mismo para encaminar a estos personajes desgraciados? ¿Podrán realizar el esfuerzo sobrehumano de imponer la razón ante los impulsos y dejar de lado las agresiones para separarse en buenos términos? ¿Tendrá sentido querer arreglar las cosas cuando la vejez ha hecho estragos y los cónyuges han perdido aquello que enamoró al otro? Un director hábil en transcribir climas opresivos y un par de protagonistas brillantes en retratar la tristeza que envuelve al ser humano una vez que pierde todo rasgo de atractivo y de juventud, nos enfrenta a un drama asfixiante en que también hay misterio, sonrisas y desahogo, pero es el rasgo predominante el desasosiego y la tensión de la permanente agresión mutua.

Una de Marlowe. La dama del lago. Director: Robert Montgomery. Basada en la novela homónima de Raymond Chandler. EEUU, 1947. Guión: Steve Fisher. Intérpretes: Robert Montgomery, Audrey Totter, Lloyd Nolan, Tom Tully, Leon Ames, Jayne Meadows, Dick Simmons, Morris Ankrum. Por Darío Lavia. Este artículo fue publicado por primera vez en http://www.cinefania.com.




Philip Marlowe (Robert Montgomery, que también dirige) nos narra (con cámara subjetiva) un misterio policial (adaptado de su propia novela por Raymond Chandler, cuarta del personaje creado para "The Big Sleep" en 1939). Al principio Marlowe nos da su advertencia (que podríamos denominar "Prólogo", para mantener la equivalencia literaria) hablando a cámara, alentando al espectador a que saque sus propias conclusiones sobre el caso que está a punto de relatar. Acto seguido la película se sumerge en la cámara subjetiva y ya no volveremos a ver la cara del protagonista (salvo cuando Marlowe se refleja en vidrios o espejos) hasta mitad del metraje en que habrá otro inserto de conversación a cámara. El caso, como supone toda intriga policial imaginada por Chandler, es sumamente complejo y tiene varias capas de revelaciones. Primero se relaciona con una editora literaria (Audrey Totter, en la foto, junto al reflejo de Robert Montgomery) que le encarga encontrar a la misteriosa mujer de su jefe (Leon Ames). Dicha señora (acreditada en los títulos de inicio como "Ellay Mort") supuestamente ha huido con un amante (Richard Simmons) y tal vez ha provocado una muerte. Por supuesto, a la primera de cambio, Marlowe termina golpeado por el primer sospechoso y va a parar a la seccional de policía del Capitán Kane (Tom Tully), cuyo subordinado, el Teniente DeGarmot (Lloyd Nolan) tiene ganas de romperle la cara al pobre detective. A medida que avanza el caso, Marlowe enamora a la hembra, es perseguido por el policía corrupto y se topa un par de veces con la asesina, todo regado con diálogos más que sabrosos y una trama casi inextricable. La dirección trata de balancear el caudal narrativo con el recurso técnico de la cámara, pero no siempre es posible percibir todos los detalles en todo momento. El desenlace, a pesar de esto, es tensionante y cierra la novela-película de manera decente, aunque con final tal vez demasiado feliz para un paria como Marlowe.

Un bebé con alitas. Ricky. Director: François Ozon. Basada en el cuento “Moth” de Rose Tremain. Francia-Italia, 2009. Guión: François Ozon, Emmanuèle Bernheim. Intérpretes: Alexandra Lamy, Sergi López, Mélusine Mayance, Arthur Peyret, André Wilms, Jean-Claude Bolle-Reddat, Julien Haurant, Eric Forterre. Por Darío Lavia. Este artículo fue publicado por primera vez en http://www.cinefania.com.


¿Por qué habríamos de sentarnos ante una película sobre un bebé con alitas, si el tema había sido agotado por Antonio Mercero en Tobi (Tobi, el Niño con Alas-1978)? Simplemente porque en la silla directriz se encuentra el capacitado François Ozon, de Les amants criminels (Amantes Criminales-1999) y Swimming pool (La Piscina-2003), con lo cual es garantía suficiente tanto si se trata de una vuelta de tuerca sobre Tobi o sobre Verano azul. La joven madre soltera Katie (Alexandra Lamy), que ya tiene una nena a cuestas (Mélusine Mayance), se enamora de Paco (Sergi López), un compañero de trabajo con quien sale y rápidamente convive. Katie queda embarazada y todo marcha bien hasta que el bebé nace y ambos progenitores deben repartirse para cuidarlo y continuar trabajando. Ricky (Arthur Peyret) es un bebé simpaticón, tierno y saludable, como la mayoría de los bebés, sin embargo, se la pasa llorando. El motivo de ese llanto es que sufre la aparición de unas protuberancias en la espalda que, con el correr de los días, evolucionan en alas y, posteriormente, auténticas plumas. La pareja se separa, y Katie debe arreglárselas con su hija Lisa para cuidar al bebé, siempre tratando de mantener oculto el tema de las alitas para evitar llamar la atención de los demás. Las madres usualmente tienen bastante trabajo en prevenir que sus bebés, ni bien aprender a gatear, se escapen fuera de su radio de acción. La problemática es superlativa cuando el bebé en cuestión en vez de gatear, es capaz de volar. A diferencia del bebé, la película nunca levanta vuelo o bien, nunca se decide enteramente de qué modo contar su historia. Algunas secuencias que nos sumergen en el laberinto de una madre soltera que intenta insertar una figura paterna en su familia parecen pertenecer a otra película distinta que aquella escena del bebé perdido en un supermercado, que nos remite directamente al cine familiar americano. La conclusión que da respuesta al inicio de esta reseña es que un tema ya caduco deriva en un Ozon menor, con méritos técnicos especialmente relacionados al rodaje de cine de bebés ofrece alternativas de interés relativo y nada memorable.

Los signos de un discurso antagónico: Von Trier analiza la naturaleza del mal. Anticristo. Director: Lars von Trier. Dinamarca-Alemania-Francia-Polonia-Suecia-Italia, 2009. Guión: Lars von Trier, Anders, Thomas Jensen. Intérpretes: Willem Dafoe, Charlotte Gainsbourg. Por Rodrigo Montenegro: Estudiante de Letras (Universidad Nacional de Mar del Plata). Este artículo fue publicado por primera vez en http://www.labocadelmiedo.blogspot.com/.


Freud está muerto para la psicología moderna y los sueños extraños ya no forman parte de los materiales que intervienen en la terapia. Por eso, von Trier se apropia de ellos, de la sexualidad descarnada para producir un relato con connotaciones teológicas y culturales.
Nominada para la Palma de Oro en el Festival de Cannes y ganadora de algunos otros premios, la película de von Trier se instala en el centro de atención. Aún cuando pueda ser leída como un film de género, articula una profundidad que rápidamente explota en significaciones.
Dar cuenta de lo inquietante puede resultar una ardua tarea. Rodear un sentimiento de angustia, de miedo, y teñirlo con un plácido velo que nos engaña invitándonos a contemplar lo horrible y lo prohibido conforma una pretensión difícil de concretar. Anticristo de Lars von Trier se articula en base a esos parámetros.
Inicia la pesadilla. La muerte de un hijo (tal vez el hecho mundano más desgarrador) y el acto sexual de sus padres dan inicio al film con una secuencia bellamente narrada en una lírica composición de imágenes que se armonizan con los sonidos de un clavicordio y una voz. En este prólogo, von Trier hace explícito en imágenes el concepto de la petit mort: un niño cae por un edificio hacia una calle nevada mientras sus padres alcanzan el orgasmo. La escena se construye articulando dos coordenadas básicas: la violencia y el placer: violencia de una penetración en primer plano // placer del orgasmo; violencia de la muerte en la calle // placer del vuelo en caída libre. La travesía se inicia con sencillez, penetrando lentamente en el espectador, preparando el terreno para el examen más minucioso del dolor y el duelo.
El caos reina. Toda la película se construye en la compleja relación que se establece entre los protagonistas. Willem Dafoe encarna no solo el rol del esposo sino el de terapeuta de Charlotte Gaingsbourg, su mujer, a quien ayuda a atravesar el camino del duelo. Pero lentamente los síntomas de la depresión y el dolor adquieren una profundidad que traspasa el examen del terapeuta. Poco a poco el hombre, racional e interpretativo se convierte en una suerte de investigador, cuyo objeto de análisis es su propia mujer. Aquí comienza a articularse el simbolismo que se teje a lo largo de la película. El hombre y la mujer comienzan a ser vistos como figuras elementales dentro de una trama que excede el relato mismo que los convoca. El viaje hacia el bosque, llamado Edén, no hace sino acentuar una latencia que se desliza bajo los sucesos. Entrar al Edén es sumergirse en una fotografía perfectamente concebida por parte del director; es ingresar a un territorio donde el relato se transforma, para dejar entrar al caos de lo elemental. El primer hombre y la primera mujer, solos en el Jardín del Edén, como fuerzas antagónicas. Y esa lucha genera la tensión que se disemina a lo largo del film, entre lo racional y lo irracional, que traduce la oposición entre lo femenino y lo masculino. Como resultado de ese clima, cuyo escenario es un bosque cargado de símbolos (al mejor estilo Baudeleriano), donde las bellotas golpean los techos como una lluvia extraña y donde se oyen los gritos alucinados de un niño en peligro, comienza a gestarse una profunda sensación de inquietud. El miedo y la angustia pasan de ser analizados, a ser experimentados partiendo desde los detalles más sutiles hasta la más descarnada explicitud en el clímax de la historia, para recordar nuevamente, cuan cercanas están el sexo y la muerte.
Camino hacia la desesperación. Cuando la terapia parece encontrar su fin, el hombre necesariamente inicia el viaje final hacia la comprobación de sus temores. Adoptando un rol detectivesco el personaje de Dafoe recorre los enigmas que su mujer ha develado; estas revelaciones comienzan a presentarse como las causas de una perpetua lucha entre los géneros. El bien y el mal; el hombre y la mujer; lo racional e irracional se presentan como un relato que recorre la Historia. El “Gynocidio” (título de la tesis elaborada por la protagonista) es la escritura devenida en locura; el conocimiento transformado en sabiduría mágica de una antropóloga convertida en bruja. Finalmente, la antinomia femenino – masculino lanza una última articulación: el bien y el mal se conciben como formas de lo natural y lo racional enemistadas desde tiempos inmemoriales.
Todos estos materiales son utilizados y combinados en un film que no deja de producir signo tras signo, una narración cargada de arte, donde la imagen cuidada de la fotografía esconde, al tiempo que devela, lo siniestro en el rostro de la mujer, el horror de la castración y la belleza de una tormenta. Una tensa calma se extiende sobre el film dejando oír “el grito de todas las cosas que van a morir”.

El delgado espesor de una puerta. La casa del diablo. Director: Ti West. EEUU, 2009. Guión: Ti West. Intérpretes: Jocelin Donahue, Tom Noonan, Mary Woronov, Greta Gerwig, AJ Bowen, Dee Wallace. Por Matías Moscardi: Estudiante de Letras (Universidad Nacional de Mar del Plata).



The house of the devil (2009), de Ti West, presentada en el último festival de cine en Mar del Plata, parece netamente un clásico de terror de los años 80; no sólo por su deliberada ambientación en la época (que va desde la música y la tipografía de los títulos hasta los aspectos escénicos más minuciosos) sino, sobre todo, por el tipo de Terror que construye. Algunos trabajos anteriores del mismo director, como el mega-bizarro The roost (El gallo, 2005), ya dejaban en claro su devoción por los elementos de género y un trabajo de hilado fino en el pulido de su estilización.
Lejos de los predecibles golpes de efecto y de los ritmos vertiginosos a los que estamos acostumbrados, The house of the devil propone un clima aletargado, como una especie de quietud que, por su duración y por la acumulación de sucesos fatídicos triviales pero luego significantes, se transforma de manera progresiva en una tensión insoportable.
Si a eso le sumamos que la música y los sonidos en general están dosificados con cuentagotas, es fácil entender que la mínima irrupción de un elemento extraño adquiera, de inmediato, un peso inesperado, como cuando sacamos a la superficie un cuerpo que sosteníamos debajo del agua.
Este manejo de contrapesos abruptos recuerda al estilo de Roman Polanski en dos Obras Maestras: Repulsión (1965) y El bebé de Rosemary (1968). Recuerdo que cuando vi Repulsión, promediando la hora de película, salté de la cama por una escena que no esperaba: en un momento, la hermosa Catherine Deneuve se mira en el espejo y por detrás aparece, súbitamente, la imagen de un hombre. Esto puede sonar estúpido, de hecho constituye un clisé bastante frecuente, pero en el ritmo y en el clima inicial que propone la película de Polanski, la escena es inesperada. Ahora pienso que para generar este efecto de shock, la película tiene que armar, antes y detrás, una cortina lo suficientemente densa como para excluir, de manera absoluta, cualquier posibilidad de sobresalto inminente. En La casa del diablo ocurre algo muy parecido: las imágenes de pesadilla no son perturbadoras de manera autónoma sino en tanto pertenecen y están directamente conectadas con un sistema previo cuyas características son el silencio y la apacibilidad de una casa de familia. En este contexto, el sonido de una cañería rota puede resultar aterrador justamente porque todo está demasiado bien.
Lo horroroso habita en el detalle: un teléfono público que devuelve la llamada, el contestador de una amiga que no atiende, caramelos rancios en un bol de vidrio, una pizza que no sabe del todo bien y datos desfasados de la realidad – alguien te dice que fue al sótano a buscar su tapado y después descubrís que los tapados se guardan en un placard, en el piso de arriba. Entonces, ¿para qué fue al sótano?
La segunda película de Polanski que nombré, El bebé de Rosemary, es la Gran Película sobre “cultos satánicos”, por goleada. Sin ir más lejos, después de la filmación, Polanski comenzó a recibir cartas ofensivas de fanáticos religiosos. Fue tal su repercusión, que un año más tarde, en 1969, el mismísimo clan Manson pasó de visita por su casa, cuando él no estaba, y masacró a su mujer, Sharon Tate, embarazada de ocho meses, y a varios amigos que estaban con ella. La casa del diablo, por su temática y por la indudable importancia de este referente colosal, puede pensarse como un homenaje explícito a la master piece de Polanski. Su argumento es idéntico: una chica que, sin saberlo, termina engendrando al hijo del diablo.
Por último, hay otro aspecto interesante: el locus del horror es la casa, es decir, un espacio íntimo donde uno debería sentirse seguro. Pero cuando Freud pensaba en “lo siniestro” estaba pensando en el lado B de “lo familiar”. Precisamente, la película explora la intuición de que toda casa ajena es potencialmente horrorosa: no sabemos lo que podemos encontrar en una habitación cerrada. Por eso, sobre el final, Ti West nos deja con esta inquietud: lo que separa nuestro mundo de la más terrible pesadilla puede tener el delgado espesor de una puerta.

Job en los '60. Un hombre serio (A serious man, EE UU, 2009). Directores y guionistas: Ethan y Joel Coen. Intérpretes: Michael Stuhlbarg, Sari Lennick, Aaron Wolff, Jessica McManus, Richard Kind, Fred Melamed. Por Julio Neveleff: Bibliotecario. Escritor. Gestor cultural. Actualmente asesor cultural de OSDE Filial Mar del Plata.


Si los Coen ya habían arremetido contra La Odisea en la brillante ¿Dónde estás, hermano? (O brother, where art thou?, EE UU, 2000), ahora le toca el turno al Libro de Job, pues el argumento de su film traspone los padecimientos del libro bíblico al siglo XX. Job es un judío creyente, rico y justo que, por un desafío entre Dios y el Diablo, es sometido a numerosas pruebas. Satanás afirma que Job mantiene su integridad solamente porque Yahveh lo favorece y que, cuando no tenga la bendición divina, dejará de creer. Mientras Job sufre las penurias que se le imponen, tres amigos tratan de convencerlo de que sufre como consecuencia de sus pecados, aunque él insiste en que no los tiene. Job se queja, pero continúa manteniendo la fe en su Creador. Para poner fin a sus padecimientos aparece Dios, en medio de una tormenta, reprende a Job por sus quejas y le restituye sus posesiones.
Un hombre serio, film que ha realizado un periplo por varios Festivales Internacionales de Cine (Toronto, Roma, Mar del Plata, donde fue la película de apertura), es una tragicomedia que parodia ritos, costumbres y modo de vida de la comunidad judía de Minneapolis, en el Medio Oeste norteamericano en 1967. La película se inicia con un prólogo ambientado en Polonia, cien años atrás, hablado en yiddish. Un dybbuk, espíritu maligno que habita en el cuerpo de un recién fallecido, se encarna en un rabino que visita a una pareja pobre, atormentando al hombre, que es salvado del espíritu por su pragmática mujer. Luego de los títulos, el film pasa a narrar la historia de Larry Gopnik, un profesor universitario de Física, dedicado por entero a su carrera, a quien todo le empieza a ir muy mal: en lo laboral, un alumno coreano y su padre tratan de sobornarlo para aprobar un examen; alguien envía anónimos a la universidad para frustrarle un ascenso; tiene un vecino, antisemita y amante de las armas de fuego, que invade su patio; lo abruman telefónicamente intentando hacerle pagar deudas de dudoso origen; en lo familiar, su esposa lo engaña con un vecino y le pide el divorcio según el rito hebreo; su antipática hija adolescente ahorra, obsesionada con hacerse una cirugía de nariz; su hijo menor, quien está por celebrar su bar mitzvá, le roba dinero para comprar marihuana; un hermano depresivo vive con ellos, buscando la verdad de todas las cosas en un cúmulo de cálculos cabalísticos que llama mentaculus... Agobiado por sus problemas, Larry Gopnik busca ayuda espiritual consultando a tres rabinos, los cuales sólo le responden con frases hechas y vacías.
Siguiendo la línea argumental del texto sagrado, los Coen sumen a Larry Gopnik en un mar de padecimientos contemporáneos, sin pústulas molestas pero con ciertas marcas muy propias de una época. Los hermanos ubican y remiten al tiempo y lugar de su infancia y, a pesar del toque autobiográfico de ciertos pasajes, para (casi todos) los cineastas norteamericanos la década del '60 marca el comienzo de un tiempo de cambio, dejando atrás (sigamos con las imágenes bíblicas) el paraíso perdido de los '50. En este marco, Gopnik ve cómo a su alrededor van cayendo uno a uno los pilares que sustentaron el templo de su vida cotidiana y su entorno. Su inútil búsqueda de respuestas en la religión prefigura el desencanto que sobrevendrá al ciudadano norteamericano común ante la falta de razonamientos sólidos que justifiquen las desgracias que siente que se abaten sobre él, tanto individual como socialmente. Desde su individualidad, este Job de los '60 marca el fin de la inocencia, la antesala de un mundo que se poblará de hippies, sexo, drogas y rock and roll.
Pero los Coen evitan caer en el drama, la filosofía o el didactismo pedante. Ellos eligen el humor negro y desencantado como la mejor y más efectiva manera de retratar al Job contemporáneo. Y si una tierna complicidad se filtra en algún momento, la misma está dirigida a los personajes secundarios (el depresivo Arthur, una inesperada mirada solidaria del vecino o ciertos momentos del hijo adolescente en su preparación del bar mitzvá), nunca al desgraciado Larry. Algunos comentaristas relacionaron este film con las películas de la etapa neoyorquina de Woody Allen, aunque la comparación no tiene mayor asidero. Allí donde Allen pone monólogos o diálogos propios de un judío para quien la religión es un tema de culpa, reflexión y debate, los Coen hacen sufrir a un protagonista que no reflexiona, que no cuestiona, sino que busca ayuda en los sabios. Los une, eso sí, el punzante humor hebreo, habitualmente irónico. Los rostros grotescos de los rabinos y profesores judíos, recuerdan, en su mascarada, a los rostros de los sacerdotes católicos de El nombre de la rosa (Le nom de la rose, Jean-Jacques Annaud, Francia – Italia – Alemania, 1986), como si la ortodoxia y el fanatismo religioso debieran tener su representación cinematográfica en una exageración carnavalesca. Pero este es un recurso más de los directores, que manejan con soltura un humor dirigido más a la sonrisa que a la carcajada.
Y si al final del Libro de Job el propio Dios, envuelto en una tormenta, se le aparece al desgraciado protagonista para traerle el reto, pero también el consuelo y la recompensa a su fe, en el final del film... los Coen cierran la parábola a su manera, a través de los ojos del hijo de Gopnick, con la mirada del incrédulo siglo XX.

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