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Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 4 Número 18. Septiembre de 2010. Dedicado a Alfred Hitchcock.


LETRACELUDOIDE PRESENTA (Temporada 4, Episodio 18)

Letraceluloide es quien les habla. En el pasado les he ofrecido entregas con distinto tipo de reseñas referidas a la relación del cine y la literatura. En esta oportunidad, sin embargo, me gustaría procurarles una aun distinta. Las diferencias son dos: este número dedica su producción íntegramente a la labor de un gran director, Alfred Hitchcock, e incluye dos entrevistas en video, traducidas y subtituladas al español, por primera vez. Éstas son historias verídicas, cada una de sus palabras. Y aún así contienen elementos tan extraños como los que ofrecen las ficciones que he realizado antes.

Alfred Hitchcock entrevistado por Huw Wheldon. Emisión del programa de televisión Monitor de la cadena británica BBC, 5 de mayo de 1964 (entrevista completa). Traducido y subtitulado por Julián E. Ezquerra.



Alfred Hitchcock entrevistado por Dick Cavett. Emisión del programa de televisión The Dick Cavett Show de la cadena estadounidense TCM, 8 de junio de 1972 (La entrevista original tiene 90 minutos; en este número ofrecemos un recorte de 38 minutos). Traducido y subtitulado por Julián E. Ezquerra.




En el principio era la Niebla… El huesped (The Lodger. A story of the London Fog). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la novela El huesped de Adelaïde Belloc Lowndes. Gran Bretaña, 1927. Guión: Alfred Hitchcock, Eliot Stannard. Elenco: Ivor Novello, Marie Ault, Arthur Chesney, June, Malcolm Keen. Por Rodrigo Montenegro: Estudiante de Letras, Universidad Nacional de Mar del Plata.


Cuadro uno: una mujer de cabellos rubios grita en primer plano.
Cuadro dos: un cadáver a orillas del Támesis.
A partir de estas dos líneas queda claro que la historia que se inicia tendrá características particulares, rasgos que después de ochenta años siguen siendo significativos y decodificables. Pero antes de ahondar en el paradigma de las mystery movies, un poco de historia.
En 1913 Marie Adelaïde Belloc Lowndes publica su novela The Lodger, proponiéndose como la narración ficcional de una serie de asesinatos perpetrados unos veinticinco años atrás en la ciudad de Londres por un personaje que, si bien permaneció en las sombras, encontró fama mundial en el nombre de Jack the Ripper.
El 14 de febrero de 1927 Alfred Hitchcock estrena en Inglaterra su tercer film, basado en la novela de Marie Adelaïde Belloc Lowndes, agregándole al título original una interesante extensión: The Lodger. A story of the London Fog.
A partir de estos datos meramente históricos es posible ubicar contextualmente la producción de Hitchcock, y lanzar una mirada a sus primeros años. En el amanecer de una extensísima producción cinematográfica (producción que arrojará una filmografía que recorre seis décadas del siglo XX) ya es posible advertir, al menos en modo incipiente, algunas de las marcas fundamentales del director inglés.
Regresar a The Lodger permite descubrir los gérmenes de una poética cinematográfica.
La trama y sus fuentes.
Hitchcock recurre a uno de los personajes míticos de la cultura popular londinense para producir su relato, su versión del asesino más conocido de la historia. Podría pensarse que la recuperación de la figura de Jack the Ripper, ficcionalizado y transformado en The Avenger, se propone como un signo fundamental en el inicio de esta poética del misterio en la que ahondará el director. Por ello, regresar a The Lodger, es volver al núcleo mismo de la experiencia del misterio: el asesinato, la sospecha, el mal encarnado en los ojos negros de un personaje que no deja de proponerse como prototipo de lo oculto.



Y es esa ocultación de la trama, de lo vedado lo que se plantea como eje argumental. En la oscuridad que se extiende como algo más que un mero marco de acción se comienza a dar forma a un paradigma.
Tal vez, por ello sea necesario recuperar un emblema y con él toda la potencialidad que convoca para propiciar un gesto inaugural; a partir de ese inicio, Hitchcock se sumergirá de lleno en lo que puede nominarse como la serie del misterio. Desde la fundación misma, esta poética se propondrá como una indagación detallada en los instintos prohibidos, en los miedos y traumas de la vida moderna. El asesinato a sangre fría de un inocente se presenta entonces, como la primera formulación de esa pesquisa.
Es interesante señalar, cómo algunos de los recursos que aparecerán luego en películas fundamentales, como Psycho (1960), ya se plantean de modo temprano en este film del año ´27, como es el caso de la división del espacio del hogar. La casa donde se desarrollan gran parte de las acciones de la película se halla divida. En la planta baja viven Daisy y sus padres, mientras en el primer piso habita el Inquilino, quien se inserta como una presencia inquietante que se sostiene a lo largo de la narración.
Entre estos dos espacios completamente ajenos entre sí se extienden las escaleras. Tomas elaboradas y detenidas desarrollan la densidad de este espacio de comunicación, de este “entre”. Escalones y barandas, se describen con una significativa morosidad de las imágenes desde diversos ángulos para alcanzar a convertirse en una zona de transición cargada de sentidos.
Los signos de la imagen.
Una de las características popularmente conocida de la capital británica es su clima neblinoso. En esta sutil aunque fundamental referencia se introduce el recurso que explota la capacidad significativa de la imagen. Hitchcock se encarga de dejar en claro que el adentro y el afuera son espacios completamente ajenos. Mientras que el adentro (representado por el hogar, que, aunque escindido, permanece univoco desde la imagen) se plantea desde una perspectiva tradicional, claramente, sin filtros, ni distorsiones; el afuera se describe a partir de imágenes borrosas que tiñen de azul la noche londinense. La necesidad de dejar en claro esta oposición habla de la clara conciencia que posee Hitchcock en relación a la capacidad expresiva del lenguaje visual. Por ello, The Lodger, no es simplemente la historia de unos asesinatos, y de los amores de la joven Daisy sino que es A story of the London Fog. Por lo tanto, los recursos para narrar esta historia dependen enteramente de la capacidad del director para codificar la Niebla de Londres, esta codificación debe dar cuenta de un escenario que se carga de significaciones. Las calles de la ciudad no son decorados, sino protagonistas de la narración y el director hace explícito desde el título su intención, dejando en claro la dimensión autorreferencial del film, la cual se plasma en la materialidad misma del hecho cinematográfico: el tratamiento de la imagen.
Regresar a The Lodger. A story of the London Fog, es retornar al inicio mismo de la serie como fundación poética y paradigmática del cine de misterio.
En el principio… era la Niebla.

Mrs. Verloc o pequeña semblanza de una familia tipo inglesa. Sabotaje (Sabotage). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la novela El agente secreto de Joseph Conrad. Gran Bretaña, 1936. Guión: Charles Bennett. Elenco: Silvia Sidney, Oscar Homolka, John Loder, Desmond Tester, Joyce Barbour. Por Candelaria Barbeira: Profesora en Letras por la UNMdP.


Un acto terrorista nunca deja de ser un hecho teatral: juega con las armas del espectáculo, busca el asombro, expropiar la atención de su destinatario. En el cine, por ejemplo, esta vena estética descolla en la escena final de V for vendetta. Los hermanos Wachowski hacen de la explosión del Parlamento inglés un happening con la “Obertura 1812” de Tchaikovsky a puro volumen por altoparlantes, fuegos artificiales, público enmascarado ad hoc. La poética del suspense maneja sus hilos de manera sutil e inversa: el acontecimiento está en la expectativa, en la espera y no en lo inesperado. Si bien sus naturalezas son disímiles, el blanco es el mismo: el espectador. Uno apuesta a estridencias, mide su triunfo en el idioma de las cantidades, derrama; el otro se maneja en el nivel de lo mínimo, dosifica, calibra el detalle en la complicidad del que mira. Podríamos decir que estas dos tensiones entran en conflicto en Sabotage.


Sabotaje: Destrucción premeditada de construcciones o maquinaria con el objeto de alarmar a un grupo de personas o causar alerta pública.

Definir, explicar, denotar: ése es el gesto por el que opta Hitchcock para inaugurar la película. Antes incluso de los créditos, la página de un diccionario se despliega en la pantalla: la cámara se aproxima, recorta, enfoca una propuesta de significado. Ése será el procedimiento predominante a lo largo del film.La acción se inicia cuando el sabotaje al suministro eléctrico de la ciudad de Londres ha sido llevado a cabo con éxito. Con una economía de recursos despampanante, la cámara de Hitchcock nos instala en el conflicto desde un comienzo. La toma inaugural del film propiamente dicho recae sobre el fulgor de una lamparita de tungsteno, luces en la noche londinense. Ciudad a oscuras. Cuatro hombres descubren arena en un mecanismo: sabotaje. Sujeto abriéndose paso entre la muchedumbre: saboteador. Luz, cámara y acción. Hitchcock, en un minuto, pocas palabras y buenos encuadres, ya nos contó una historia.
Conrad se inspiró en el atentado anarquista al observatorio de Greenwich de 1894. Indignado por ese acto terrorista, según manifiesta en el prefacio, decidió escribir una novela dando cuenta de los entretelones imaginarios de ese episodio. Hitchcock adopta y adapta el texto con libertad: cambia siglo XIX por siglo XX; el matrimonio Verloc, saboteador (Oscar Homolka) y esposa (Sylvia Sidney), posee un cine, no una tienda de fruslerías; el infaltable romance se hace presente, etc.
Ahora bien, el suspenso tiene que establecer su crescendo desde la euforia de un delito sin castigo. ¿Cómo seguir?: los conspiradores exigen más, a Verloc le piden muertos. Tras un pasajero dilema ético, el saboteador pone en marcha los preparativos para hacer estallar una bomba en el desfile del Alcalde. Mientras tanto, Ted, agente encubierto de Scotland Yard que vigila desde el puesto de frutas vecino (John Loder), desarrolla su papel de honesto galán con la señora Verloc y de tutor ideal con su hermano menor. Por supuesto, las circunstancias se complican para Verloc, se devela su vida secreta ante policía y familia, el cerco de vigilancia lo acorrala, no puede cumplir su misión.



Truffaut, en su conocida entrevista, le manifiesta a Hitchcock su decepción acerca de Sabotage. La respuesta, en un gesto casi exagerado de mea culpa, es que a él mismo no le agrada y admite que el niño que lleva la bomba fue un error: “Cuando un personaje pasea una bomba sin saberlo, como un simple paquete, se crea un suspense muy fuerte con relación al público. A todo lo largo de este trayecto, el personaje del niño se hizo mucho más simpático para el público que, luego, no me perdonó que lo hiciera morir, cuando la bomba estalla con él en el autobús”. El eco de los reproches alcanzó incluso a Borges, quien eleva la novela de Conrad y denuesta su transposición cinematográfica, rescatando con ironía sólo “los ojos rasgados de Sylvia Sidney”.
Pero la bomba (que llegó en el doble fondo de una jaula de canarios, recurrencia hitchcockiana) ya está programada. Una nota insiste una y otra vez sobre la pantalla, recordándonos que va a explotar: “Los pájaros cantarán a la 1.45”. Entonces  envía a su joven y cándido cuñado a dejar el paquete. El chico se distrae en el camino, ostentando expresiones de ingenuidad ante la cámara. Inocencia que el explosivo hace volar por el aire, junto con la del espectador. No es una indiscreción anunciarlo, la película lo anticipa casi con obcecación mediante la nota, pero también a través del recurrente uso de planos y contraplanos que van del rostro de Stevie a los numerosos relojes y semáforos con los que se cruza en el recorrido del ómnibus, prometiendo catástrofe. Cuando la promesa deviene hecho, comienzan las objeciones.
Truffaut, en su conocida entrevista, le manifiesta a Hitchcock su decepción acerca de Sabotage. La respuesta, en un gesto casi exagerado de mea culpa, es que a él mismo no le agrada y admite que el niño que lleva la bomba fue un error: “Cuando un personaje pasea una bomba sin saberlo, como un simple paquete, se crea un suspense muy fuerte con relación al público. A todo lo largo de este trayecto, el personaje del niño se hizo mucho más simpático para el público que, luego, no me perdonó que lo hiciera morir, cuando la bomba estalla con él en el autobús”. El eco de los reproches alcanzó incluso a Borges, quien eleva la novela de Conrad y denuesta su transposición cinematográfica, rescatando con ironía sólo “los ojos rasgados de Sylvia Sidney”.
Sabotage es una película rodeada de confusiones. En primer lugar, se amalgama a través del título con otras dos producciones de Hitchcock. Por un lado, con El agente secreto (1936), por estar basada en la novela de Joseph Conrad, publicada en 1907 que casualmente resulta homónima. Por otro, con  Saboteur (1942) a partir de la doble traducción con la que se dio a conocer en los países de habla hispana –Sabotaje, Saboteador. Hay, además, una  versión cinematográfica posterior de la novela de Conrad, estrenada en 1996 y dirigida por Cristopher Hampton, que retoma el título del escritor polaco y realiza una adaptación más literal que su antecesora. El título de Sabotage, fue transfigurándose a través de años, traducciones y reestrenos. En Estados Unidos se dio a conocer como A woman alone (La mujer solitaria), I married a murderer (‘me casé con un asesino’) en el reestreno de 1944. Este séquito de aclaraciones sigue de cerca a la obra; por dentro y por fuera, el manejo de la información parece ser el karma que la recorre.

 

Si la película fuera un brazo, el episodio de la bomba sería el codo; sin embargo, a esta historia le faltaba lo mejor. Exceptuando un final que se diluye, le queda al espectador el verdadero plato fuerte del film, que justifica que Mrs. Verloc se adueñe de la marquesina y los créditos de la película. Del exhibicionismo del atentado público a la intimidad de una venganza en voz baja, el título que se propuso tardíamente supo dar en el blanco. La segunda parte de la película no sólo aporta una escena antológica, pone el verdadero anarquismo arriba de la mesa: una mujer que apuñala la institución con el mismo cuchillo con el que sirvió la cena.

Una novia para Hannibal Lecter. Rebeca (Rebecca). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la novela homónima de Daphne Du Maurier. EEUU, 1940. Guión: Robert E. Sherwood, Joan Harrison. Elenco: Laurence Olivier, Joan Fontaine, George Sanders, Judith Anderson, Nigel Bruce, Reginald Denny, C. Aubrey Smith, Gladys Cooper. Por Marcelo de la Plaza: Arquitecto, Director de arte.


La primera tarea, aparentemente simple, para pensar la relación entre la novela (1938) de Daphne Du Maurier y la película (1940) de Alfred Hitchcock fue conseguir una copia de la novela, reconocido bestseller en su época. Apareció una versión en inglés, adaptada para estudiantes: "retold by…" (‘contada de nuevo por…’). En una biblioteca barrial apareció una edición en castellano (Acme Agency, 1946). Conseguir la película fue muy simple, la venden en los kioscos de diarios. Primera diferencia: la circulación (a favor del cine).
En la obra “re-contada” para estudiantes de inglés, el pasaje del “inglés” al “inglés simplificado” reduce el volumen apropiadamente, se eliminan palabras difíciles o muy específicas y mucho del monólogo interior; se marchitan nombres de plantas por no ser su conocimiento acuciante: desaparecen largas descripciones sobre las virtudes, colores, aromas y modalidades de crecimiento de rododendros, ortigas, hortensias, lilas, belloritas, campanillas y azaleas. Se eliminan palabras y construcciones muy específicas y se simplifican las descripciones que hace la protagonista, a lo largo de toda la novela, en primera persona. Se concentra la atención en las acciones y se pierden las emociones y sentimientos que llevan a los personajes a hacer lo que hacen. Esa simplificación elimina la causa de los comportamientos y convierte a la protagonista en una post-adolescente estúpida e insegura, incapaz de integrarse a un mundo al que no pertenece. La fría reducción de la cantidad de palabras y la intención de no perder los elementos constitutivos de la historia, atenta contra la compleja personalidad de la protagonista y su esforzada y gradual transformación.
El resumen para estudiantes, la traducción al castellano y la película son versiones, traslaciones, interpretaciones, pasajes, transposiciones, adaptaciones o la palabra preferida por cada uno, según diferentes énfasis, cuando se toma una obra y se produce con ella una cosa distinta (también podría realizarse una pintura, una escultura, un ballet, u otra versión de alguna disciplina artística). Cuando se trata de una película se realiza un traslado a imágenes (fijas y en movimiento), sonidos, música y texto (oral y escrito). La multiplicidad de componentes capaces de recibir significado en un tiempo limitado ininterrumpido y una distribución equilibrada, pertinente, no redundante, sumado a la voluntad del Director de incluir toda la historia, convierten "Rebecca" en un gran ejemplo de “versión fiel”. Claro que, además, es una buena historia, por lo que se trata de un caso: "buena novela" / "buena película".
La novela es apenas anterior a la película y fue la primera película norteamericana de Hitchcock (Inglaterra, donde había filmado hasta entonces, participaba de la Segunda Guerra Mundial, no así Estados Unidos). El tiempo de la historia es indefinido, un poco anterior a la publicación del libro. El lugar de la acción principal es la mansión de Manderley y sus alrededores, en Cornwall, sudoeste de Inglaterra. La película fue filmada en locaciones reales y en estudio, todos en California.
Se dice que Cornwall es aun hoy un lugar especialmente conservador. La historia comienza cuando una protagonista sin nombre debe insertarse en ese mundo, habiendo sido hasta unos días antes una dama de compañía de una norteamericana rica y desagradable en sus vacaciones en Montecarlo por 90 libras al mes.
La novela y la película comparten el punto de partida: "Last night I dreamt I went to Manderley again" (‘Anoche soñé que iba a Manderley otra vez’), uno de los grandes arranques narrativos y uno de los pocos que alcanzan sus repercusiones tanto en el papel como en la pantalla. La voz de la protagonista sin nombre abre así su relato, desde un tiempo y un espacio indefinidos. A partir de ese momento todo es, técnicamente, un flashback; toda la historia busca dar cuenta de esa frase inicial.
Para la anónima narradora/protagonista, llegar a Manderley con tal sencillez y timidez es un asunto muy difícil, pero peor es encontrarse con la Señora Danvers, la siniestra ama de llaves, que parece cambiar de lugar sin moverse, su cara con luz contrapicada, luz que agigantaba su sombra por los oscuros y tenebrosos corredores de la mansión. No hace falta decir que la Señora Danvers odiaba a la protagonista sin nombre, y amaba a la difunta Rebecca de Winter sin imagen. Rebecca y su inicial “R” eran omnipresentes (tanto que el Productor pretendió obligar al Director a poner una “R” en el humo de la escena final). Pero Rebecca no tenía imagen: ningún cuadro, fotografía ni flashback la muestra: se trata de un fantasma, de una presencia. Las descripciones que hacen casi todos los personajes son tan ajustadas, que cualquier espectador aseguraría haberla visto, como sucede por ejemplo, con el bebé de Rosemary (El bebé de Rosemary, Roman Polanski, 1968).
A la pobre protagonista sin nombre le ofrecen matrimonio desde un baño; el casamiento es en un oscuro registro civil, sin vestido de novia ni invitados ni recepción; cuando llega a la mansión, llueve; mientras revisa nerviosamente la agenda de Rebecca rompe un “cupido” de porcelana: una desgraciada serie de malos augurios. Sólo el amor por su marido le permitirá salvar la situación.
En ese mundo conservador y equilibrado cada uno ocupa el lugar que le “corresponde” y, así, todo funciona bien. Sin embargo la protagonista sin nombre se pierde por los pasillos de la casa y parece siempre fuera de lugar, usurpando indignamente el lugar de una inolvidable Rebecca. No sabe montar ni usar armas (habilidades imprescindibles en una casa de campo aristocrática), no sabe navegar, tiene letra sencilla, se viste pobremente, actúa con miedo frente al servicio, no es soberbia y se mueve como una intrusa.



La película enfatiza más su timidez, sencillez y humildad, consideradas como virtudes. Ese mundo tradicional no tambalea cuando el aristócrata Maximilian de Winter enfrenta un juicio: todos simulan no saber, no observar ciertos detalles y contradicciones y, de ser necesario, están dispuestos a mentir. (El amable mayordomo dice, hablando en representación del servicio: “Estamos todos muy preocupados […] Si fuera necesario mi testimonio, con gusto haré lo que ayude a la familia”).
Todos los personajes secundarios son importantes, están bien caracterizados, son necesarios, colaboran en la construcción de la historia, nunca la entorpecen. La construcción misma de estos personajes colabora con el progreso de la narración. El inoportuno, desagradable e invasivo Favell, primo de Rebecca, aparece siempre por las ventanas.
Rebeca debió adaptarse a las estrictas normas de la censura norteamericana (Código Hays) que estaban en su apogeo e impedían que un asesinato quedara impune por lo que hicieron "que parezca un accidente". El largo beso de la chimenea sobrevive a esas normas, que limitaban los besos a un máximo de tres segundos.
La película ganó el Oscar a la mejor película (1940). Actúan el gran actor inglés Laurence Olivier (32 años) en el papel del aristócrata Maximilian de Winter (42 años) propietario de Manderley; Joan Fontaine (22 años en la filmación) como la protagonista sin nombre; Judith Anderson (nominada al Oscar como mejor actriz de reparto) como la siniestra y la más villana de las amas de llaves del cine, la señora Danvers, que posteriormente interpretó a Medea y a la madrastra de la Cenicienta (gran candidata para novia de Hannibal Lecter).

El visitante y sus sombras. La sombra de una duda (Shadow of a doubt). EEUU, 1943. Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en un relato original de Gordon McDonnell. Guión: Thornton Wilder, Alma Reville, Sally Benson. Elenco: Joseph Cotten, Teresa Wright, MacDonald Carey, Patricia Collinge, Henry Travers, Hume Cronyn, Wallace Ford, Janet Shaw, Estelle Jewell, Eily Malyon. Por Ricardo Aiello: Guionista cinematográfico y televisivo. Docente especializado en Narrativa Audiovisual, Guión y Medios Audiovisuales. Director de TV, recibido en el ISER, Buenos Aires.


Matamos a lo que amamos.
OSCAR WILDE
 
Solía pensar de niño que cuando ciertos parientes nos visitan desde lejos –en cuanto a espacio pero también en cuanto a tiempo– se yerguen inevitablemente ciertas sospechas, ciertos miedos que reflotan ante la potencia de la presencia física. Algo de eso ocurre precisamente en La sombra de una duda, película que Hitchcock estrenó en 1943 y que, sobre un argumento original de Gordon McDonnell, guionaron Alma Reville, Thornton Wilder y Sally Benson.
Aunque con ciertas reservas, Hitchcock decía que ésta era su película favorita; no obstante admitía a Truffaut (Francois Truffaut. Le cinema selon Hitchcock. Laffont, París, 1966) que carecía de su toque más distintivo (que sí tenía por ejemplo Notorius).
Se plantea desde el principio una relación muy especial entre una sobrina y su tío (interpretado desde la frialdad, la soberbia y el cinismo, por Joseph Cotten); y esas relaciones por cierto rozan ciertas zonas casi incestuosas (al menos desde lo psicológico que supone un amor platónico), aquí planteadas con sutileza y la inocencia propias de la época. Comparten un mismo nombre: Charlie; pero parecen también compartir pensamientos (la telepatía que plantea la secuencia inicial en esa pequeña Santa Rosa), deseos.
La presencia extraña (en el más profundo sentido de la palabra) del tío Charlie poco a poco va cobrando un matiz oscuro de sospecha; pequeños detalles, signos, miradas y definiciones (la de las viudas que gastan el dinero de sus maridos muertos, y que acaba con una mirada a la cámara subjetiva desde su sobrina, la pequeña Charlie, es una buena muestra), regodeos (cuando se refiere a su dinero), todo desmorona lentamente el amor infinito de la sobrina, su admiración. Mientras tanto, la hermana del visitante, Emma, manifiesta una y otra vez la idealización y el amor hacia su pequeño Charlie. Pero ese cuerpo que se inserta en la familia ideal americana (incluso con esa excusa se acercan un par de detectives que fingen ser encuestadores) por fuerza de su fuga, poco a poco va mostrando su hilacha.
Cuando la pequeña Charlie reprocha a su padre, en una de las primeras secuencias, ese estado de rutina, de no pasar nada –un análisis aparte, creo, merecen los espacios, tanto geográficos como a nivel de vivienda– podemos apreciar el tedio que acompaña a la vida sosegada de las ciudades pequeñas, de las familias ideales, de los empleos estables. Todo tiene su precio.



Uno de los detectives que sigue a Charlie Oakley comenzará a flirtear con la sobrina, allí la trama deviene casi triángulo, con traición en un doble sentido: desde el afecto y desde la búsqueda de la información. El resto de la familia –con excepción de la hermana Emma– se mueve entre la incredulidad creciente y el rechazo. Es notable el contraste entre el jefe de familia, Joseph, un perfecto empleado de banco sin mayores ambiciones, y Charlie, bon vivant en el sentido más peligroso.
Ante el conocimiento de la pequeña Charlie, y ante toda ilusión desvanecida, al tío Charlie sólo le quedará partir, seguir así la rutina de eterna fuga que le cabe a todo bribón. Pero antes se nos muestra capaz de todo, incluso de intentar matar a su sobrina preferida.
El gran maestro del suspenso nos narra –en el verdadero sentido del término– con recursos al servicio de la trama: travellings, ángulos aberrantes, tomas subjetivas.
Recuerdo que alguien me dijo alguna vez: cuando le preguntás a la persona amada quién sos, la respuesta será la muerte del amor. Eso sucede en este argumento original del novelista Gordon McDonnell, cuya propia esposa (jefa del departamento literario del productor Selznick) le presentara a Hitchcock.
El final transita entre la corrección y el retorno al orden, por un lado, y la mentira, el engaño, la falsedad de la imagen de benefactor de ese hijo que Santa Rosa gana y pierde a la vez. ¿Será que detrás de esos amores, también a nivel social, siempre hay sombras que desconocemos?

8 a la deriva o la condición humana. 8 a la deriva (Lifeboat). EEUU, 1944. Basada en un texto homónimo de John Steinbeck. Dirección: Alfred Hitchcock. Guión: John Steinbeck, Jo Swerling, Ben Hecht, Alfred Hichtcock. Elenco: Tallulah Bankhead, Henry Hull, John Hodiak, Mary Anderson, Walter Slezak, William Bendix, Hume Cronyn. Por Martín I. Pérez Calarco CONICET/UNMdP.


Morir juntos es más íntimo que vivir juntos.
CONNIE PORTER


Podría detenerme en señalar que hace más de sesenta años que existe eso de confrontar dos fotos para ver el antes y el después de una silueta, en advertir que ese es el truco que usa Hitchcock para aparecer en este film. Podría repetir el dato incierto del supuesto exhibicionismo, durante el rodaje, de la actriz principal, Tallulah Bankhead. Podría incluso llamar a la reflexión acerca del carácter coyuntural de esta película rodada y estrenada hacia el final de la segunda guerra mundial, o acerca de la maestría con que el director logra realizar un film de una hora y media sin sacar la cámara del bote salvavidas ni una sola vez, o sobre el interesante muestreo de ejemplares con que Hitchcock decide poblar el lifeboat. Hasta podría preguntarme por el nivel de exigencia de Hitchcock respecto del guión dado que el trabajo de John Steinbeck le resultó “incompleto” y requirió de otros dos nombres propios más el suyo. Pero de todo eso ha hablado hasta el propio Hitchcock. Me gustaría referirme a 8 a la deriva en términos de una reflexión cinematográfica sobre la condición humana.



Lifeboat, Náufragos, 8 a la deriva, de todos los títulos con que se conoce esta película, el que nos importa es el tercero de la lista, el que nos tocó a los latinoamericanos. Es el más impreciso, el menos referencial, el más significativo; más si tenemos en cuenta que según el diccionario más famoso de nuestra lengua “a la deriva” significa “sin dirección o propósito fijo, a merced de las circunstancias”. Nada de esto ocurre del todo en la película. Hay uno entre los ocho que sabe muy bien hacia dónde va el bote, ese es su plan.
“Para sobrevivir hay que tener un plan”, la frase del personaje de Walter Slezak, el capitán del submarino nazi que provocó el naufragio, nos enrostra cuál es la deriva a la que refiere la película. El film viene a recordarnos que “somos una especie que desaparece”, pone en escena el naufragio inevitable de la humanidad. Los personajes “a merced de las circunstancias” están a la busca desesperada, instante tras instante, de un “propósito”. Las partidas de naipes, la custodia del brazalete, la misma amputación de una pierna son apenas ejemplos de una conducta permanente del hombre, cada acto es un intento de apresar el sentido, de garantizarlo. La desolación propia del naufragio es la condición humana; no en situación excepcional, siempre.
El capitán nazi se impone, su “inmensa minoría” se vale de una causa que está por encima de sus intereses como individuo. Su coartada es la que da todo fundamentalismo, “los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él” (la cita es de Borges). El resto de los personajes carecen de causa fundamental, se entregan a manos del infame para postergar la cuestión de fondo, la verdadera deriva, la dirección irreversible hacia la muerte. La ignoran al punto de establecer relaciones amorosas con promesa de matrimonio o de apostar fortunas como si no dependieran de una cuenta regresiva, como si no vivieran contra reloj (nada más insidioso que la manera de fumar de Connie Porter, arrojando al océano, uno tras otro, un sinnúmero de cigarrillos recién encendidos, como si su cigarrera guardara una provisión infinita). Simulan un estado de cotidianeidad porque es en el acontecer diario donde el hombre desprecia a la muerte con énfasis de planes a futuro. El contexto bélico genera un escenario propicio para el naufragio, la reducción a escala micro de la vida de cualquier persona. La humanidad y la guerra están condensadas en ese bote y en esos personajes.
8 a la deriva es una de las películas extrañas de Hitchcock, una de esas que no cuentan estrictamente una historia sino que ponen en escena una reflexión ancestral (acaso La soga participe también de esta cualidad; técnicamente, una y otra son desafíos inversos). En 8 a la deriva, el cierre circular de la estructura narrativa, esa segunda vez de una misma piedra, ocupa el lugar de una conclusión, como si el propio Hitchcock nos tratara de convencer de que sin “plan” no hay voluntad de supervivencia, ni siquiera ante “el relampaguear de un instante de peligro”.

Detrás de las cortinas. La soga (Rope). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la obra de teatro Rope’s End de Patrick Hamilton. EEUU, 1948. Guión: Arthur Laurents, Hume Cronyn. Elenco: James Stewart, John Dall, Farley Granger, Cedric Hardwicke, Joan Chandler, Douglas Dick, Constance Collier. Por Joaquín Correa: Estudiante de Letras, Universidad Nacional de Mar del Plata.



Llore mucho peleador y cuente que le contaron
para poder combinar ser asesino y cristiano.
“Si es hombre”, GABO FERRO


Uno.
La escena inicial es pintoresca, casi costumbrista: una calle, personas que van y vienen, un señor que detiene un auto para cruzar con sus hijos. Aparece, luego, otro señor de sobretodo gris y pensamos (el juego de la convención) que si lo seguimos empieza la acción. Pero no. La cámara asciende y se detiene frente al ventanal de un departamento. De pronto un grito. Y ya en otro ritmo se sucede el ahorcamiento, la muerte. Entonces, si los planos y las escenas construyeran algún tipo de silogismo lógico, en éste las premisas y la conclusión asociarían directamente el crimen con la ciudad, lo privado con lo público, el interior con lo exterior. Las cortinas del ventanal serán el puente entre ambos universos (representantes cada uno de un registro, una lógica) y su apertura, el inicio de la función. El crimen sin su exposición, sin la presencia de su delator no sería un crimen, no podría cumplir su rol: debe trasladarse a la esfera de la sección policiales, a la alarma de los vecinos, a las sirenas de la policía para ser algo más que un juego de niños detrás de la ventana.
Dos.
Escenificación del crimen: narrar un crimen, mostrarlo, describirlo, darle vueltas, lleva a considerarlo como un objeto artístico. Un juego de cajas chinas que en Rope se hace extremo y perverso ya que a partir del asesinato se intenta lograr una puesta en escena con un valor artístico autónomo, fundante de una nueva lógica, de una nueva sociedad. El asesinato, van a decir Brandon y Phillip, es un crimen para la mayoría, pero un privilegio para pocos. Sólo aquellos que escapan a los convencionalismos sociales pueden ser capaces de entenderlo, de crearlo.
Considerar el papel del espectador en esta mise en scène la hace más terrible, más angustiante: el espectador ve desarrollarse la acción como un testigo omnipresente, pero silencioso. Lo que no sabe y vio, lo intuye. Se anticipa a Rupert, conoce el grado de implicancia de cada asesino en el hecho, intuye el móvil, y hasta tal vez llegue a compartirlo. El film está construido de tal manera (los cortes se producen cuando se termina la cinta, llevando la cámara hacia algo oscuro, cambiando la escenografía mientras no se filma, con los cables tendidos en el suelo) que la acción se da en el puro devenir, sin pausas aparentes, desarrollándose incluso tras la escena filmada, en la obscenidad del fuera de cuadro. El espectador conoce todo esto, lo ve, y se erige así como la persona que mientras mira el cuadro no deja de pensar en el fuera de cuadro. Es otro de los pocos beneficiarios del nuevo privilegio.



¿Cuál es en este caso el móvil del crimen? La única justificación que se da es que David (su “classmate”) es “inferior”, mientras que Brandon y Phillip son “superiores”, dentro de la teoría del asesinato ya planteada, que va del superhombre de Nietzsche a los estragos del nazismo. Quienes la llevan adelante parecen dos sujetos decadentes, dos dandis de fines de siglo XIX, hedonistas alejados de la moral en pos de vivir por y para el arte. Hay un deseo por generar otro mundo, un mundo propio, una nueva ficción ordenada y coherente, regida por los principios del arte, del “octavo arte”.
En algún momento se sugiere una relación homosexual entre Rupert, el instructor, y sus tres discípulos. Sería esto parte de la justificación ausente en el relato, aunando implícitamente homosexualidad con hedonismo y perversión, tipificación constante en su representación a lo largo de la historia occidental. Es Rupert quien enuncia la teoría de lo inferior y lo superior, y el deber que estos últimos cargan para el progreso de la sociedad. Serán dos de sus discípulos los encargados de llevarla a la práctica sobre el cuerpo del tercero. Aun así, no sé explicita nunca de forma clara y completa por qué David, por qué él es considerado “el inferior”, si Phillip se muestra, contrariamente, como el más débil y dubitativo, aquel sobre quien pesa de modo más evidente la moral cristiana y los convencionalismos occidentales.
Tres.
El rol de detective se encarna en Rupert, con lo cual su incidencia en el asesinato es doble: instigador por un lado (creador de la teoría que parte del ataque a los convencionalismos sociales) y sintetizador por el otro (como encargado de resolver el caso). Un papel paranoico aunque profundamente útil a la sociedad que critica: plantea una nueva forma social con sus propios principios y lógica al tiempo que es él mismo el encargado de desbaratar su momento inicial y con ello toda posibilidad de su desarrollo.
Al igual que sus alumnos, él también es un artista: ordena el mundo, le da una causalidad a los hechos. El detective es una especie de artista-pequeño dios al hacer intervenir un complejo sistema de razonamiento –lindante con la ficción– dentro de lo cotidiano, que hace de este universo un todo homogéneo, sin aristas irregulares. Los detalles significativos (la soga, el champagne, el arcón), los gestos, los motivos, los chistes, todo es sometido a un esquema de lo real por Rupert. Lo que no pudo prever, como todo artista, es la mala lectura de sus discípulos, y es allí cuando deviene en crítico y reorganiza con nuevos significados y anatemas su planteo de sociedad.

Una imagen sin palabras. La ventana indiscreta (Rare window). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en el relato de William Irish (seudónimo de Cornell Woolrich) La ventana de atrás. EEUU, 1954. Guión: John Michael Hayes. Elenco: James Stewart, Grace Kelly, Thelma Ritter, Raymond Burr, Judith Evelyn, Wendell Corey. Por Guillermo Colantonio. Profesor en Letras. Docente e investigador en Historia y Estética Cinematográfica.



Francois Truffaut expresó en alguna oportunidad que “el problema de la adaptación literaria es un falso problema”, y no ha habido otro cineasta en la historia que haya hecho más honor, con desenfado y cinismo, a esta proposición que Alfred Hitchcock. (No es casual, tampoco, que ambos conversaran largo y tendido en el memorable El cine según Alfred Hitchcok). En efecto, se podría alegar que toda su filmografía es un esfuerzo consciente por potenciar las raíces literarias provenientes de las lecturas de su juventud para ponerlas al servicio de un universo cinematográfico autónomo, cuya poética ha construido a partir de cada uno de sus filmes. El llamado maestro del suspenso le debe a Poe la fascinación por lo extraordinario y la irrupción del miedo como alteración de un marco de seguridad aparente, a Chesterton esa extraña fusión de ironía y catolicismo, como a la tradición inglesa los relatos criminales que poblaban las páginas de los diarios. Pero al mismo tiempo, los argumentos que han servido de base (independientemente del género) son utilizados como meros puntos de partida, inspiradores de alguna imagen que funcione como un desafío técnico o un ejercicio puramente visual.
En este sentido, La ventana indiscreta (1954) representa un punto crucial en este itinerario de adaptaciones. Basada en un relato corto de 1942 de William Irish (seudónimo de Cornell Woolrich) traducido como La ventana de atrás, se transforma en la posibilidad de actualizar todos aquellos procedimientos de la poética Hitchcock pero, fundamentalmente, de construir un tratado sobre la mirada y sobre las posibilidades del montaje como la herramienta más hermosa y perturbadora del arte cinematográfico. El famoso método Kuleshov y las teorías rusas son puestas en escena en la película a partir del personaje de James Stewart en un juego de mirada/objeto/reacción frente a ese vecindario, metáfora del mundo visto a través de la ventana/pantalla. Nunca antes un cineasta había ido tan lejos en esta idea del espectador voyeur, anticipándose a varios filmes de terror de los setenta donde la cámara subjetiva coloca al espectador a través de los ojos del asesino. Aquí, la presencia de ese héroe inmóvil confirma el doble juego de correspondencias: por un lado, un alter ego del cineasta (ahí están los objetos, la silla, los prismáticos, las historias que cree ver y la ventana); por el otro, el espectador que mira con él, disfruta y sufre lo que ve. El mirar para Hitchcock no implica un simple acto de curiosidad sino una cuestión decisiva. Para ello, basta revisar la cantidad de escenas con planos detalles de ojos perplejos, aterrorizados ante las fisuras de lo cotidiano. El director propone, sin descuidar el desarrollo dramático, una reflexión sobre el hecho de mirar y de cómo los objetos nos devuelven la mirada. De ahí la importancia que le confiere al valor informativo de las imágenes sin necesidad de recurrir al diálogo. Interesante idea, no sólo para pensar en la modernidad de su obra sino para contrastarla con gran parte de la máquina industrial contemporánea donde ya no se nos invita a mirar sino a tragar un torbellino incesante de relámpagos continuos.



En el pasaje del texto al film, lo que prevalece es una imagen: la del personaje ante ese vecindario y, por ende, la del espectador frente a la pantalla. Este modo de apropiación literaria, ni siquiera se detiene en el atractivo argumental, sólo en el desafío técnico y en la potencialidad visual de una escena. La decisión equivale a despojar al cine de la tiranía literaria en cuanto al equívoco de concebirla como un arte superior; además, a descartar la ilusión de la fidelidad a la fuente original como modo de reivindicar el arte cinematográfico con todo su potencial. Como afirma Andrew Sarris en su libro El cine norteamericano, Hitchcock “corta en su mente”. La lectura del cuento de Irish ha generado un corte, un montaje que hace honor a uno de los puntos de partida más perdurables: el de James Stewart con sus prismáticos sentado frente a la ventana para dar comienzo a su prolongada indiscreción.

Qué será, será. El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en una historia de Charles Bennett y D.B Wilham Lewis. EEUU, 1956. Guión: John Michael Hayes. Elenco: James Stewart, Doris Day, Brenda de Banzie, Bernard Miles, Ralph Truman, Daniel Gélin, Alan Mowbray. Por Darío Lavia: Webmaster de http://www.cinefania.com/. Lic. en comercio internacional.



Hitchcock realiza aquí un remake de su propio filme de 1934 y continúa su ascenso al podio del cine hollywoodense. Un matrimonio norteamericano Ben y Jo McKenna (James Stewart y Doris Day) se ve implicado en una intriga internacional en Marruecos a partir de que el pequeño hijo de ambos, Hank (Christopher Olsen), suelta por accidente el velo que cubre el rostro de una mujer árabe. Un francés (Daniel Gélin) intercede y evita que el incidente pase a mayores. Más tarde, este personaje muere en brazos de Ben, no sin antes susurrarle al oído que hay un plan para asesinar a un alto mandatario en Londres. En tanto la policía local se lleva a Ben para interrogarlo por formalidad, Ben queda al cuidado de un matrimonio conocido, los Drayton (Brenda De Banzie y Bernard Miles). Estando en la comisaría, Ben recibe un llamado telefónico que le informa que Hank ha sido secuestrado y que no volverá a verlo con vida si se le ocurre revelar a las autoridades lo que sabe. Al regresar al hotel, Ben le da un sedante a su esposa y solo cuando comienza a hacer efecto, le da la noticia del secuestro del niño. Este será el comienzo de una espiral de tensión construida alrededor de situaciones comunes y ordinarias, pero distorsionadas a raíz de incidentes particulares que las convierten en pesadillezcas. Hitchcock lleva a cabo este concepto en casi todo el filme:



- Como están coaccionados por los secuestradores a guardar silencio, la visita de amigos se convierte en un tormento para Jo.
- Creyendo que "Ambrose Chapel" es el nombre del secuestrador, Ben irrumpe en un taller de taxidermia cuyos dueños son Ambrose Chapel padre e hijo (George Howe y Richard Wordsworth).
- Un servicio religioso se convierte en un suplicio cuando Ben se da cuenta de que el Sr. Drayton es el pastor y no puede hacer nada estando los feligreses presentes.
- Una bellísima obra musical (la "Storm Cloud Cantata" dirigida por Bernard Herrmann en persona) se convierte en cántico patibulario cuando los McKenna se enteran de que el Sicario (Reggie Nalder) llevará a cabo su asesinato en el momento en que un ejecutante percuta el timbal.
Bajo todas estas premisas, Hitchcock elabora un experimentalismo narrativo que encaja a la perfección con su proverbial despliegue visual y musical, la combinación de escenas en exteriores y estudio, la usual personificación del hombre común enfrentado a situaciones límite de James Stewart y el colofón de Doris Day y su famoso "Qué será, será", que dan la pauta de la resolución del caso.

Los objetos cuentan. Un cordero que llevan al matadero (Lamb to the Slaughter). Episodio número 28 de la temporada 3 de la serie televisiva Alfred Hitchcock presents. Dirección: Alfred Hitchcock. EEUU, 1958. Guión: Roald Dahl, basado en el cuento, en inglés, homónimo, en español, Cordero asado. Elenco: Barbara Bel Geddes, Harold J. Stone, Allan Lane, Ken Clark. Por Julián E. Ezquerra: Licenciado en Letras.



La sentencia “actors are cattle” –descontextualizada según Alfredo– no desestima (solamente) la labor de los actores, pondera, por el contrario, la del Director y, por contraste, la de los objetos que cuentan. La figura sintetiza un aspecto fundamental en la poética hitchcockiana. En el marco diegético de una estructura dramática autosuficiente, si los actores son ganado, la trama es el pastor, y el director, el dueño de la finca. “I would never say all actors are cattle, what I said was all actors should be treated like cattle” – especifica Hitchcock su retórica. La técnica radica en el tratamiento del material, no en el material en sí mismo. El mediometraje Lamb to the Slaughter (1958), escrito por Roald Dahl, autor del cuento homónimo (1954), ilustra en esa medida el papel de tales objetos en la poética del artificio hitchcockiano.
En el cuento, Mary Maloney, después de comprobar la dureza de los productos congelados en la nuca de su marido, se dirige: “That’s the way, she told herself. Do everything right and natural. Keep things absolutely natural and there´ll be no need for any acting at all.” No habrá ninguna necesidad de actuar, los objetos y la trama dados –por eso naturales y correctos– se ocuparán del resto. En la versión cinematográfica es Patrick quien sugiere que sean “calmos y razonables”. En ambos, la pata de cordero es el móvil de la trama. A un tiempo, el elemento contundente que, congelado, consuma el homicidio y, cocido, garantiza la impunidad del homicida. En un universo cerrado como un silogismo, Barbara Bel Geddes, es decir Mary Maloney, mata, diseña la trama y se salva merced al mismo objeto. Asimismo en Vertigo (1958), el collar disfraza y delata; en Dial M for murder (1954), la llave propicia la muerte y la solución del caso; en I confess (1953), la sotana planta la sospecha y redime; en Strangers on a train (1951), el mismo encendedor inculpa y absuelve; en Stage fight (1950), el vestido ensangrentado es cama y coartada; en Rope (1948), la soga es contundente y acusatoria; en Notorious (1946) las botellas de champagne miden el tiempo, las de vino guardan el enigma; en Shadow of a doubt (1943) el anillo materializa la ilusión, la duda y el espanto. Etcétera. Una poética de las cosas. Los objetos dados enmarcan a priori la estructura narrativa del artificio y a diferencia de los riesgos extravagantes de la psicología –la adjetivación es de Borges– a la que están sujetos los hombres y los personajes, los objetos son susceptibles al rigor manipulatorio de la lógica.
En Rebecca (1940) –para pensar algunos de los títulos de Hitchcock que incluyen nombres propios– Rebecca no tiene cuerpo, es una huella en las cosas. En The trouble with Harry (1955), Harry es un cadáver, la reificación del hombre. Incluso en Marnie (1964) son el rojo, o los objetos rojos, y la tormenta los móviles de la inervación y la conducción de los personajes y la trama; Marnie sana y la película concluye cuando los objetos y los fenómenos ya no tienen poder sobre su ánimo, cuando la estructura dramática alcanza los límites del artificio. El caso es idéntico en Spellbound (1945) en cuya oportunidad Hitchcock recrea –con ingenuidad y cálculo– la semiótica del psicoanálisis. En este caso los objetos –el tenedor, la bata, el acolchado y los esquíes– son instrucciones de búsqueda, las huellas mnémicas del enigma. Los personajes actúan sujetos a la lógica asociativa que traman los objetos que los definen. En Lamb to the Slaughter, la Señora Maloney describe su coartada con los objetos –los cajones revueltos, la silla volteada, el sillón desparejo– y sale en busca de los objetos que completan el diseño y prueban el recorrido de la trama.
Entonces, los objetos cuentan, y la forma en que la lente Hitchcock muestra y monta los objetos relata (la cinta de video es el objeto que contiene los objetos). La escuela es, en gran medida, el “cine mudo”, desde Number 13 (1922) –que no la vimos– hasta Blackmail (1929); la colación es –en términos del Director– el “cine puro”, la plasticidad narrativa del montaje cinético. En la escena del asesinato en la ducha en Psycho (1960), Hitchcock recorta varias decenas de veces la cinta en aproximadamente 45 segundos. En sucesión, la bata, la cortina, el rostro, la ducha –el homicidio– la mano y los azulejos, la mano y la cortina, los ganchos de la cortina, la ducha, el cuerpo y el desagüe son la arquitectura de la idea. La ducha, por ejemplo, es siempre la misma, sucede que la segunda vez que la vemos, ya no baña a una mujer, baña un cuerpo mutilado. El ejercicio, inverso, del efecto Kuleshov en las cosas. La cámara dicta la relación del contexto con los objetos que cuentan. Como el paneo lento de las botellas de vino que despiertan la preocupación de los anfitriones en Notorious y el plano dividido que comparte la taza con veneno y el rostro enfermo de Ingrid Bergman, el plano entero de la cama con el acolchado a rayas en Spellbound y otros, el primer plano del horno encendido en cuyo interior yace la pata de cordero en Lamb to the Slaughter no sólo indica la anticipación a la solución del enigma, también indica lo que el espectador debería considerar y, en ocasiones, lo que los personajes miran.



En Le cinéma de la cruauté (1975) André Bazin, que no lo prefería, apuntó que nadie supo manipular mejor que Alfred Hitchcock la experiencia de la audiencia. El montaje recorta, entonces y asimismo, lo que la audiencia ve que los personajes miran. En Psycho, por ejemplo, sabemos que cuando el Detective Milton Arbogast ingresa en la casa del monte ve, primero, una galería, después, una escalera y una puerta; elige la escalera. Mary Maloney mira el horno y anticipa. La mecánica de la lente establece un vínculo narrativo con los objetos, cuya maleabilidad cinemática favorece el dominio y el cálculo.
La relación de los personajes es asimismo coreográfica, siempre funcional a la trama. El enamoramiento, por ejemplo, es principalmente un móvil. Los personajes son satélites bovinos del enigma. En The Paradine case (1947), en Vertigo, en Stage fight, en Notorious, en Spellbound, en Marnie y otras el enamoramiento es el primer motor de la trama. En The birds (1964), es el enamoramiento el que lleva los tórtolos enjaulados y, entonces, los pájaros al pacífico pueblo al norte de California. El protagonismo es, sin embargo, siempre del enigma; el enamoramiento cuando no oficia de móvil o carece de otra función, por ejemplo, de señuelo como en North by Northwest (1959), entorpece, no tiene objeto. En Rear window (1954), a L.B. “Jeff” Jeffry –que es la audiencia– sólo lo entretiene el enigma. El fotógrafo rechaza a Lisa –la irresistible Princesa Grace Kelly– hasta que ella condesciende a pastar la trama con él. En Lamb to the Slaughter, Mary Maloney no llora la muerte del marido; ríe, celebra, aliviada del suspenso, la cancelación del enigma, la digestión del objeto contundente.



El "cordero que llevan al matadero” Dahl y Hitchcock es polisémico y sistemático. Su fauna lo es asimismo. Dos de los cuadros en casa de los Maloney exhiben pájaros –véase The birds para conocer su símbolo consumado–, uno se duplica en el espejo en lugar de la Señora Maloney. El perro que encabeza la risa de la Señora simboliza la fidelidad y, entonces, el sarcasmo. El cordero es, a un tiempo, el elemento contundente, la cena y el muerto. El matadero es Mary Maloney, la policía y el suspense –como género– que lo sacrifica. Patrick Maloney, el muerto, es el cordero de la trama. La pata de cordero es el objeto que mató al sujeto; el objeto cuya función abre, urde, y cierra la trama; la sinécdoque que ilustra cómo, en el contexto Hitchcock, los objetos cuentan.

 

(El mediometraje Lamb to the slaughter puede verse en http://www.youtube.com/watch?v=BmpY9cpe6g8, en inglés, completo y con presentación y epílogo; doblado al español puede verse en dos partes, la primera en http://www.youtube.com/watch?v=oYKVIwqIZco&feature=related, la segunda en http://www.youtube.com/watch?v=pIPYJcNQtxE).

Dos inicios y dos finales. Vértigo (Vertigo). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la novela De entre los muertos de Pierre Boileau y Thomas Narcejac. EEUU, 1958. Guión: Alec Coppel, Samuel Taylor. Elenco: James Stewart, Kim Novak, Henry Jones, Barbara Bel Geddes, Tom Helmore, Raymond Bailey, Henry Jones, Ellen Corby, Lee Patrick. Por Esteban Prado: Profesor en Letras. Becario de la UNMdP.



Parece ser que Vértigo se estrenó en el Festival de Cine de San Sebastián en 1958, bajo otra denominación y con otro final. El título era De entre los muertos y llevaba un final que, de haberlo visto, me hubiese molestado. Consistía en una suerte de epílogo en el que se insinúa que Scottie retoma su relación con la Srta. Wood y en la que Gavin Elster, el villano, es atrapado. Incluido en algunas ediciones especiales, este final fue suprimido por Hitchcock y sin él se divulgó el film luego de su estreno. Reponiendo o inventando algo de su criterio, podríamos suponer que prefirió un policial que sirviese para reconstituir la psiquis de Scottie y la cura de su acrofobia y no para la restauración del orden social que el encarcelamiento del villano supone.
Ahora bien, para no perder mi carácter polémico, voy a decir que el epílogo quitado por Hitchcock no es el segundo final sino el tercero y es más y, para terminar con la aritmética, voy a decir que la película tiene dos comienzos y tres finales. Eliminando como problema el epílogo que quitó Hitchcock, quedaría plantear dónde está el primer final, dónde el segundo comienzo.
Luego del juicio en el que se deja libre a Scottie y donde Elster le dice que ambos saben quién mató a Madeleine, la mente del detective queda destruida, reproduce todas las alteraciones y pesadillas de la mujer suicida y termina internado en un instituto psiquiátrico. Catatónico, Scottie no responde a ninguna de las palabras que le dice la Srta. Wood, entre las que intercala: “Mamá está aquí” (Para todos los que aman las interpretaciones sexuales y/o psicoanalíticas, habría que sumar a la interpretación de la impotencia, la virginidad y la necrofilia de Scottie, la relación incestuosa que plantea esta amiga-madre, Wood, y todas las posibles relaciones entre ambos comportamientos). A continuación, ella habla con el médico y le dice, algo irritada, que él sigue enamorado de la mujer que acaba de morir. Con una toma desde uno de los extremos del pasillo del hospital vemos a la Srta. Wood alejarse mientras la imagen funde a negro. Ese es el primer final que propongo.
El segundo inicio continúa de inmediato con una panorámica de San Francisco, toma de la ciudad tan común en los inicios clásicos que enmarcan la acción en un punto geográfico. Así es que tendríamos dos finales: uno, en el que Scottie no se recupera y queda en el psiquiátrico; otro, en el que Scottie logra salir del psiquiátrico y hasta solucionar su fobia.
Esa segunda parte –en la que no se explica cómo fue que se recuperó Scottie, cuánto tiempo pasó hasta que le dieron de alta y en la que la ausencia de la Srta. Wood es total–, permite una vuelta de tuerca más, que no tiene que ver con los inicios y los finales sino con el trastrocamiento total de las relaciones entre causa y efecto, apariencia y realidad, simulacro y original.
Luego del segundo comienzo, vemos a un Scottie que ve en todas partes al fantasma de Madeleine, hasta que encuentra a Judy, una joven muy parecida a la primera. Mediante artificios de todo tipo en los que la obliga a vestir la ropa de la muerta, maquillarse como ella y llevar su color de pelo, Scottie convierte a Judy en Madeleine. En esa búsqueda, lo que hace en realidad es hacer que Judy vuelva a ser Madeleine, dado que Scottie no conoció a ninguna Madeleine salvo a la representada por Judy a pedido de Elster para asesinar a su esposa y hacerla pasar por suicida.
Una noche Judy comete el error de colocarse un collar que usó como Madeleine y es ese hecho, el conservar un objeto del muerto, el que la delata, el que permite a Scottie advertir la trama oculta. Sosteniendo su obsesión, la lleva hasta el campanario en el que sucedió el asesinato de Madeleine con la esperanza de que, recreando todo, su problema psíquico se diluya, quiere “dejar de estar embrujado”.



De esta manera, en la cúpula del campanario Judy confiesa que el suicidio fue un simulacro y, en el momento en que confiesa su complicidad en el asesinato, la puerta del campanario se abre y de allí emerge una figura oscura. Antes de ver que es una monja preocupada, Judy se arroja al vacío, cometiendo así el verdadero suicidio.
Ahora, Judy en ese momento es idéntica a la Madeleine que Scottie conoció y no sólo eso, sino que termina suicidándose efectivamente. Esto da vuelta toda la relación cronológica entre simulacro y original en tanto el simulacro sucedió antes que el verdadero suicidio. De la misma manera, las causas y los efectos de la culpa de Scottie subvierten su orden y el suicidio que la había causado no fue tal y el verdadero suicidio viene a funcionar como la cancelación de esa causa que había quedado sin origen.
En todo el enroque de causas y efectos, apariencias y realidades, hay una constante: el collar de Carlotta, Madeleine y Judy. A través de su reconocimiento, el detective, cuya mente había quedado girando en falso, logra reacomodar su mente.
Ante las frases enigmáticas de la Srta. Wood (“Mamá está aquí”) y Gavin Elster (“Tú y yo sabemos quién mató a Madeleine”), Scottie recupera la cordura con una frase irónica y pragmática, aludiendo al collar que lleva puesto, le dice a Judy a modo de enseñanza: “No debiste guardar un souvenir del asesinato”.

El hombre no es culpable en estos casos. Psicosis (Psycho). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la novela homónima de Robert Bloch. EEUU, 1960. Guión: Joseph Stefano. Elenco: Anthony Perkins, Janet Leigh, John Gavin, Vera Miles, John McIntire, Martin Balsam, Simon Oakland, Patricia Hitchcock. Por Eduardo Fernández: Profesor en Filosofía.



Si muchas de mis producciones han tenido como
tesis el terror, sostengo que ese terror no viene de
Alemania, sino del alma; que he deducido este terror
 tansólode sus fuentes legítimas, y que lo he llevado
tan sólo a sus resultados legítimos.
E. A. POE

Hablar de Psicosis es ya un acto sacrílego. Es exhumar –una vez más– el cadáver de Marion Crane, hurgando en sus astillados huesos tras los rastros de una nueva exégesis. Es hacer de nuevo la incierta biopsia del cerebro de Bates, en busca de la quintaesencia de la obra maestra (del capolavoro suena mejor). Aunque, después de todo, a los muertos también puede ir a visitárselos para ponerles flores. Sucede que Psicosis es, ante todo, la historia de un crimen y como en toda escena del crimen, aparecen más preguntas que respuestas…
¿Es la mejor película de la historia? ¿Es ‘la’ película de terror? ¿Es la mejor de Hitchcock? ¿Es Maradona el único culpable de un 4-0? (como se deja ver, enumero las preguntas por su relevancia y no siguiendo una coherencia interna). En efecto, ¿qué decir que no se haya dicho ya (una y mil veces) sobre esta película? Intentar una exposición por el lado de la adaptación literaria –que finalmente es– sería tan poco original como productivo. De hecho, existe un serio riesgo de caer en apotegmas inconsistentes: a libros malos, grandes películas (cf. El Padrino) y a libros buenos, etc.; de caer en juicios tan torpes como injustos: a Hitchcock le bastan –y le sobran– cuarenta y cinco segundos de film, ahí donde Bloch necesitó de veinticuatro páginas; o bien de echar mano a exasperantes análisis del tipo ‘semejanzas y diferencias’ (del orden de: en la novela el tipo usa lentes). Leí en algún lugar (Sánchez Noriega, José Luis. De la literatura al cine. Barcelona: Paidós, 2000) que más del 80 % del cine que se estrena tiene su origen en libros precedentes. Con lo cual, se torna ciclópea, y acaso estéril, la discusión de estos tópicos. Por otra parte, la palabra ‘adaptación’ debiera ya decirnos algo.
En efecto, es altamente improbable no incurrir en una injusticia al realizar este tipo de análisis (olvidando, por lo demás, que se trata de una comparación ilegítima, amén de innecesaria). Hay algo, pese a todo, que sí podría llegar a deducirse de una confrontación entre ambas Psicosis. Cada arte genera sus criterios de gusto, formatea su consumidor. La novela, en este caso al menos, tiene un punto en su favor: una necesidad menor de propender a la moraleja. El cine, particularmente el de inicios de los sesenta en E.E.U.U., era desaforadamente moralizante. Esto, claro está, no tanto a causa de sus realizadores como de sus censores (la dura herencia del macartismo había dejado no sólo listas negras tras de sí). Cada detalle, cada plano era negociado una y otra vez. Más allá de esto, puede resultar iluminador escuchar qué fue lo que movió a Alfred Hitchcock a optar por esta novela:
Creo que lo único que me gustó y me decidió a hacer la película era la instantaneidad del asesinato en la ducha; es algo completamente inesperado y, por ello, me sentí interesado. (Truffaut, François. El cine según Hitchcock. Bs As: Alianza, 2007. Pág. 235).



Como puede verse, Hitchcock reduce las doscientas páginas de la novela de Robert Bloch a una sola situación, más aún, a una imagen (imagen que, casualmente, habría de ser la que quedaría grabada en la memoria de generaciones de cinéfilos y pasaría a revistar en la indiscutida categoría de ‘ícono’). Igualmente, como es obvio, no se trata de un mero capricho (no existe el azar en el arte). El propio Hitchcock tenía sus razones y no duda en expresárselas a Truffaut:
Es la escena más violenta del film y después, a medida que la película avanza, hay cada vez menos violencia, pues el recuerdo de este primer asesinato basta para hacer angustiosos los momentos de suspense que vendrán después. (Truffaut, 242).
Propongo, pues, que nos detengámonos brevemente en la secuencia que cierra la película. El final bien puede recordarnos a otra célebre pieza del género. En Los crímenes de la calle Morgue, Edgar Allan Poe opera el mismo cierre: explicarlo todo, disipar las dudas que aquejan a su atribulado lector (acaso buscando exorcizar tanto pavor). Esta semejanza es algo curioso. Según creo, obedece a causas diferentes: poco hay de común entre ese afán por el esclarecimiento, propio del siglo XIX y ese anodino criterio de happy ending con el cual, pese a todo, Hitchcock solía cumplir. En el caso de Psicosis, claro, no existe un final propiamente feliz (se trata de una serie de crímenes brutales, después de todo), pero sí, una suerte de ‘pacificación del espectador’. Hitchcock se mueve a lo largo de toda la película por una delgada línea que, más que separar el bien del mal, contiene el avance de este último. Se trata, pues, de una suerte de maniqueísmo de medio de comunicación, coronado por una no menos cuestionable escala de valores que dictamina vehementemente y distribuye premios y castigos. Al comienzo, Marion se nos muestra como la artera muchacha que roba a su cándido empleador; a los quince minutos de película, la vemos recibir su merecido (sólo que… ¡justo cuando estaba por regenerarse!); pasan los minutos y veremos comprometida la situación de Sam (debida ésta a la mera desidia: si hay un robo, ¡éste debe denunciarse!); no obstante, claro, nada malo puede ocurrirle a Sam (él es bueno y no ha hecho nada); pero, ¿qué hay de Bates? De momento, es sólo un tímido y sometido muchacho; tanta abnegación, no obstante, puede entenderse (una madre –finalmente– siempre será una madre), …si no fuera por Arbogast ¡y sus incisivas preguntas de policía! No deseo extenderme, puede que haya gente que desconozca –aún hoy– el final de esta obra maestra del terror y no es cuestión… Por otra parte, creo haber expresado la idea.
Por suerte, los tiempos cambian y las sociedades evolucionan. De hecho, las explicaciones que coronan películas son un género en extinción y ya no se acostumbra subestimar al espectador mediante este tipo de operaciones. Por el mismo motivo que sería de muy mal gusto terminar este escrito, aludiendo a la frase que oficia de título, usando la palabra ‘amablemente’.

Apocalipsis now. Los pájaros (The birds). Dirección: Alfred Hitchcock. Basada en la nouvelle homónima de Daphne Du Maurier. EEUU, 1963. Guión: Evan Hunter. Elenco: Tippi Hedren, Rod Taylor, Jessica Tandy, Suzanne Pleshette, Veronica Cartwright, Ethel Griffies. Por Daniel Nimes: Ayudante alumno del Taller de Oralidad y Escritura I, UNMdP.



Películas apocalípticas, de fin del mundo, de aniquilación de millones de seres humanos, hay muchas. En esa línea podría ubicarse Los pájaros, de Hitchcok. Por suerte, The birds no es, por ejemplo, 2012 o Independence day, que poco terror provocan en el espectador dado lo lejano o lo exagerado del origen de la destrucción. En esta película, basada en una nouvelle de la escritora Daphne Du Maurier (1907-1989), el terror proviene, como el título lo indica, de algo sumamente cercano y casi omnipresente para cualquier vida humana: los pájaros. Animales inocentes, en apariencia, que nos rodean constantemente. Y ahí reside el núcleo, tanto en el cuento como en la película, del terror: la rebelión de los pájaros. Inmotivada, inaudita, inesperada: el hombre tal vez esté listo para defenderse de un ataque alienígena, pero, ¿qué pasaría si todas las aves del mundo atacaran al mismo tiempo…? Es interesante señalar que, así como la película se basa en la nouvelle, el relato, a su vez, tiene su origen en un hecho real: un ataque de pájaros (aparentemente enfermos de rabia) sobre los corderos de unos campesinos, a los que les arrancaron los ojos. Este truculento detalle luego será aprovechado por Hitchcock, que vaciará las cuencas de dos de sus personajes (aunque sólo lo veamos explícitamente una vez).
Si bien el relato original se centraba únicamente en el ataque de dichos animales sobre una familia aislada (aunque se sospecha que podría ser mucho más abarcativo), en el film, Hitchcock añade un trasfondo de trama amorosa que complejiza la historia: protagonista femenina rebelde y atrevida, galán dandy, madre posesiva, ex amante algo obsesionada. Todos unidos por el sufrimiento: el ataque no perdona a nadie. El film, como señala Truffaut en El cine según Hitchcock, tiene la cualidad de responder a las tres unidades de la tragedia clásica: unidad de lugar, de tiempo y de acción. Toda la acción transcurre en el pueblo (Bodega Bay) en dos días y concentrándose sobre unos pocos personajes (pero que, al fin y al cabo, representan a toda la humanidad).



La película se ocupa de destacar la inversión de roles: ya no son los pájaros los encerrados, sino los humanos. Y, como decíamos al principio, lo más interesante de este film, clasificado muchas veces como perteneciente al género “terror”, es, siguiendo a Freud, lo que podríamos llamar “lo siniestro” (o lo “ominoso”, en otras traducciones): aquello cercano, conocido, que se transforma en lo Otro, en lo desconocido: los inocentes pájaros, que ahora arrancan ojos, persiguen a los niños a la salida de la escuela y son el elemento de la venganza. Si queríamos un film apocalíptico, de esos en los que la Naturaleza le tira toda su potencia en contra al hombre, acá tenemos uno: el desenlace es, por supuesto, clave: la derrota del hombre. Lejos de los finales Hollywoodenses, del happy ending, Hitchcock se ocupa de dejarnos sumamente inquietos: el último fotograma es el de los pájaros posados sobre la casa de los protagonistas y ellos huyendo del pueblo, ya abandonado por todos. Lo deducimos rápidamente: lo que acabamos de ver es sólo una muestra de lo que vendrá: los pájaros (¡son casi seis mil billones en el mundo!, reveló uno de los personajes) no perdonarán, no cesarán en su ataque. La especie en extinción, acaso, somos nosotros.
Sin demasiados efectos especiales (la película es de 1963) ni hiperbolización del “enemigo” (no es un Godzilla, no es todo el planeta Tierra sacudiéndose enloquecido, no son millones de aliens invadiendo), el terror aparece en su máximo esplendor. Un sutil recurso al que apeló Hitchcock para reforzar el efecto de inquietud en los espectadores fue la ausencia total de banda sonora musical: el único sonido que se escucha de fondo (y a veces en primer plano) a lo largo de las dos horas de película es el sonido de las aves: sus aleteos, graznidos, llamados. Para finalizar, añado un dato con base autobiográfica: despertarse a la mañana y escuchar a los pájaros ya no es lo mismo después de ver The birds. Compruébenlo.






Comentarios

cinefania ha dicho que…
Felicitaciones por un número realmente superador! Aguante Letra y a seguir sumando grandes elementos!

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