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Publicación bimestral. ISSN Nº1851-4855. Año 5 Número 21. Marzo de 2011.

Maupassant en el cine argentino. La dama del collar. Director: Luis Mottura, 1947, basada en el cuento “La parure”, 1884. Guión: Ariel Cortazzo y María Luz Regás. Elenco: Guillermo Battaglia, Amelia Bence, Margarita Canale, Warly Ceriani, Manuel Collado, Rodolfo Crespi, Ricardo Duggan, Agustín Irusta, Marga Landova, Mario Lozano, Amalia Sánchez Ariño.
Chafalonías. Director: Mario Soffici, 1960, sobre “Les bijoux”, 1883. Guión: Hugo Moser. Elenco: Luis Sandrini, Osvaldo Terranova, Eduardo Sandrini, Malvina Pastorino, Eduardo de Labar, María Capdevila, Amalia Bernabé, Alberto Bello, Inés Moreno, Aída Villadeamigo.
La herencia. Director: Ricardo Alventosa, 1964, sobre la nouvelle “L’heritage”, 1884. Guión: Ricardo Alventosa. Elenco: Juan Verdaguer, Nathán Pinzón, Marisa Grieben, Alba Múgica, Héctor Méndez, Ernesto Bianco, Alberto Olmedo, Silvio Soldán.
Por Rosalía Baltar: Dra. en Letras (UNMdP).




Un paso rápido por internet a partir de la entrada “Guy de Maupassant” nos lleva por un camino frondoso en cuanto al vínculo cine-literatura. (Por ejemplo: http://www.maupassantiana.fr y http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/ –de la Junta de Galicia–, ambas excelentes entradas, muy completas. En la segunda aparecen textos interesantísimos, tal como el relato periodístico de Émile Zola cuando se declara la enfermedad a Maupassant, críticas contemporáneas e incluso un estudio sobre la locura, de 1907, imperdible). Muchos de los cuentos, de las novelas y de otros textos de este autor francés (sus fechas: 1850-1893) han sido llevados al cine, a la televisión y aun a la animación, desde las primeras versiones (1908, Le père Milion, 1909, La parure, de Griffith, ambas mudas) hasta los últimos cortometrajes de 2008 y 2009 y la serie televisiva “Chez Maupassant” –16 episodios en los que se recrearon textos del autor francés y que incluyen realizaciones de Chabrol y Gérard Jourd’hui, entre otros. Más de un texto de Maupassant tiene varias versiones cinematográficas, entre las que se destacan las direcciones de Visconti, Chabrol, Godard y Jean Renoir. Lo que no tienen en cuenta estas completísimas páginas es un listado de versiones cinematográficas, televisivas o de animación latinoamericanas. Dado que existen películas argentinas basadas en Guy de Maupassant, supongo que el listado podría engrosarse si pudiéramos indagar en las producciones de por aquí.
Hasta donde sé, tres son los films argentinos que vuelven su interés hacia este autor. La primera película, cuyo director es Luis Mottura, de 1947, La dama del collar, tiene por centro los ojos de Amelia Bence, una joven mujer pobre que, abandonada por un instante a la vanidad, compromete su vida y la desgasta, como luego hemos de saber, inútilmente. Es una versión de uno de los cuentos más difundidos de Maupassant y que muestra una de las claves de sus argumentos narrativos, más allá de los espacios y los temas más bien acotados a los que suele hacer referencia: un malentendido –muchas veces surgido de supuestos, de silencios, de nimiedades– provoca un cambio sustancial, desgraciado, fatal en los acontecimientos de los personajes y sus vidas. “Todo hubiera sido muy distinto si...” parece ser la desazonada sentencia que en forma vigilante y soterrada expresa más de un personaje: sus historias terminan, como en este caso, en un amargo subjuntivo.
He leído críticas muy negativas sobre la película: mal elegido el relato, excesiva teatralización, demasiada carga moral. Dejando de lado el insustancial argumento de la elección –cualquier relato, aun uno pésimo puede devenir en una película magnífica–, es real que el film cae en todas las trampas del cine de la época. Y, sin embargo, la película, desde mi punto de vista, puede atesorarse en el recuerdo con felicidad por la expresión de ese mundo brillante que esconde toda una gama de sordidez, una clara visión de las conductas hipócritas.


Basada en el cuento “Les bijoux”, de 1883, Chafalonías, de Mario Soffici, se estrenó en 1960. La escritura del relato es impecable y nuevamente surgen esas miradas críticas sobre la doble moral de la pequeña burguesía y de la clase media, en la que el dinero termina siendo el supuesto pasaje hacia la plena felicidad. La película, protagonizada por Luis Sandrini, revela un matiz tragicómico más acentuado que en el texto; la sustancial crítica a la sociedad burguesa, inherente al estilo de Maupassant, se pierde en la típica bonhomía del carácter encarnado por Sandrini a lo largo de casi toda su filmografía.


El tercero de los films, La herencia, de Ricardo Alventosa, traspone la Francia del último cuarto del siglo XIX a la década del ´60 en Buenos Aires. El mismo director ha dicho, refiriéndose a esta adaptación del escenario parisino al espacio local: “Tomé a la burguesía francesa del siglo XIX, la comparé con la nuestra y noté que la diferencia estriba en caballos de fuerza. Mientras el sueño del burgués galo era un coche de dos o cuatro HP con patas, el nuestro enloquecía por uno de 65 con ruedas y en cómodas cuotas al 3 % de interés mensual. Y, ni esto es privativo de nuestra sociedad, ni aquello lo era de la sociedad francesa, sino que tal orden de cosas en la clase media es universal” (Entrevista de Fernando Martín Peña a Ricardo Alventosa, publicada en www.cineclubnucleo.com.ar).
La nouvelle “L’ héritage”, publicada en 1884 castiga, por una parte, a los ambiciosos y, por la otra, muestra de qué manera, la cultura –en este caso burguesa– se reinventa, llevando el plano del decir a la suma distancia con el hacer. La disociación entre la praxis y el discurso es la mayor tensión crítica del texto, una vez más regido por la mirada condenatoria y desencantada del narrador.
Cuando Alventosa habla de su película lo hace también desde su contexto de enunciación, despojado, quiero decir, del neoliberalismo posterior que nos tocó vivir y de los consecuentes estragos estructurales que provocó en el mundo del trabajo. Vemos en la película una oficina cuyos escritorios se encuentran acomodados según una escala de puestos de trabajo. Los empleados se conocen desde hace años, pasan horas juntos, compiten relativamente por los ascensos –no dependen estrictamente de ellos sino de pautas más bien fijas: cumplimiento, regularidad, puntualidad, antigüedad–, a la corta o a la larga, todo el mundo hace carrera en la administración siguiendo esas directrices y manteniendo a raya, eso sí, la imagen de su vida privada. Un rumor puede desbaratarlo todo y constituirse en una pesadilla eterna. El retrato del universo laboral en un mundo de pleno empleo es evidente. Es impensable cambiar de trabajo, y permanecer hasta la jubilación en un puesto –40 años, por ejemplo– es el estado de cosas imperante. El mismo clima que podemos ver todavía en La tregua (el libro es de 1960) o en La fiaca, del 69, vivido con toda naturalidad y que, hoy por hoy, nos parecería más que un bien perdido “una libertad encarcelada”.
Escenas de humor negro, cómicas, incluso de color local, escapan a Maupassant y se encuentran felizmente logradas en el film como la que protagoniza un joven Alberto Olmedo, vendedor de ataúdes. La oferta del “artículo”, sus variaciones según la calidad e intensidad del sentimiento de los deudos, las posibilidades económicas y las perspectivas testamentarias abonadas por el fallecido resultan hilarantes.
Podemos ver, a través de las tres películas, cómo es interpretada la mirada crítica de los textos de Maupassant: se acentúa la desgracia personal en la primera, se diluye la crítica en la segunda, se vuelve penetrante y exacta en la tercera. Corresponden, en cierto sentido, con lo versátil de la escritura del francés, para quien queda claro que la burguesía (francesa y decimonónica, en su caso) es una desgracia personal, en la que los problemas se esconden y terminan por disolverse en un grotesco comme il faut.

Espectadores aburridos y lectores indignados. Rabia. Dirección: Sebastián Cordero. Basada en la novela homónima de Sergio Bizzio. España, 2009. Guión: Sebastián Cordero. Elenco: Martina García, Gustavo Sánchez Parra, Concha Velasco, Icíar Bollaín, Àlex Brendemühl, Fernando Tielve, Yon González, Xabier Elorriaga. Por Sofía Bras Harriott: estudiante de Letras (UNMdP).



Para quienes han leído Rabia de Sergio Bizzio, el trailer de la película homónima del ecuatoriano Sebastián Cordero resulta prometedor: en un minuto y medio se presentan una serie de imágenes que nos remiten de inmediato a la novela y parecen resumir, bastante fielmente, el argumento tal como fue pensado originalmente. Desafortunadamente, las semejanzas se reducen a esas pocas imágenes.
La genialidad de Bizzio reside en su modo de delinear los personajes. Cada uno tiene una historia que condiciona su accionar y define sus reacciones. María es un albañil parco y huraño que se enamora de Rosa, una empleada doméstica, dulce y soñadora, porque lo cautiva su modo amable y lo sorprende cuánto lo quiere. María haría cualquier cosa por Rosa, incluso matar a quien le faltara el respeto. Pero él no es un asesino, simplemente la rabia frente a la injusticia, por momentos, le nubla el juicio.
La novela del argentino habilita dos lecturas: por un lado remite a esta rabia que devora al personaje, por el otro, a la enfermedad que causará su muerte mientras se oculta en la parte inhabitada de la mansión en donde Rosa trabaja. La película de Cordero, sin embargo, reduce estas lecturas y nos ofrece un hombre-máquina de matar que responde a una cólera irrefrenable. En una jugada arriesgada, el director traslada la historia a España y convierte a los amantes en inmigrantes ilegales, como si eso lograra explicar la hosquedad y violencia de María y el sometimiento de Rosa frente al niño Álvaro, hijo vago y borracho de la pareja para quienes ella trabaja. La idea no es mala pero, así ejecutada, no convence. Los personajes se tornan vacíos y la vida de María en la mansión se vuelve larga y aburrida.
Por otro lado, el hecho de incluir una problemática social vigente entra en cortocircuito con algunos gestos humorísticos del escritor que sí se mantienen en la versión fílmica. Si la versión de María que proyecta Cordero es fría y sufrida, si su idea es mostrar el proceso de animalización que vive el personaje y el sufrimiento que le ocasiona no poder estar con Rosa más que convertido en un fantasma voyeur que la sigue, la cela y sale de su escondite para matar en su defensa, el hecho de que el hombre-macho responda a un sobrenombre femenino queda descolgado. No se entiende por qué se le llama María a quien se llama José María ni se explota el hecho de que de haberse casado con él, Rosa hubiera pasado a llamarse Rosa Verga de Negro. Ambos detalles se mencionan pero no se utilizan y corren el riesgo de ser absorbidos por el público como costumbres extranjeras, propias de la procedencia inmigrante de los personajes.
El tiempo que María pasa en la casa es en la novela un tiempo de reflexión: María revisará sus acciones, estimará el afecto incondicional de Rosa y reflexionará sobre todas aquellas cosas que no hizo y que ahora, cautivo, ya no puede hacer. Pero también es un tiempo de preparación. Ser un fantasma, no ser escuchado ni visto, requiere un control del cuerpo que María, escondido entre muebles y cajas debe adquirir: se masturba, hace una rutina de gimnasia completa y, en sus ratos libres, desea tener el “talento” de Cristián Castro para cantarle sus penas de amor a Rosa. Si el personaje no es contundente, la idea del encierro se vuelve repetitiva, la narración se estanca y no logra generar un clima de tensión que se pueda liberar con el final. Así, la resolución de la trama se fuerza y no se logra aprovechar su original potencial.
No todo es malo en la película. La actuación de Concha Velasco es muy buena y nos hace preguntarnos por qué el director no eligió desarrollar más esta historia secundaria. Una mujer bienuda, venida a menos, que con sus hijos ya grandes fuera de casa y con un marido con el que poco habla, encuentra compañía en la bebida y cariño en la relación con su empleada. La actuación de Alex Brendemühl, encarnando a Álvaro, también es remarcable. Personalmente, me hubiera agradado más si hubiera sido un villano querible, esos que tan gratos son para las historias, que sabemos que debemos odiar pero a los que no podemos evitar sonreírles.
Entonces, ¿qué vimos en ese trailer que logró cautivarnos? Un excelente trabajo de fotografía por parte de Enrique Chediak que supo interpretar ese antiguo caserón porteño de habitaciones vacías y pasadizos laberínticos y que le valió la Biznaga de Plata a la mejor fotografía en la decimotercera edición del Festival de Málaga.
Que una película se base en una novela no significa que la historia será igual a la contada en el libro. El ojo del director recrea lo leído y recorta imágenes siguiendo su lectura personal del texto. A veces, el recorte coincide con el que haríamos nosotros como directores, otras se opone a lo que imaginamos como lectores. En el caso de Rabia, la lectura nos remite al cine; el derrotero del personaje por la casa, su reflexión y evaluación del mundo desde una ventana pequeña, la vida en soledad entre muebles empolvados, son imágenes que leemos, momentos que visualizamos. Si bien la película nos ofrece estas imágenes, no logra redoblar la apuesta ni traer nada nuevo (ni efectista) a la mesa. Los espectadores nos sentimos aburridos y los lectores, indignados. La rabia de María se vuelve más familiar para el lector frustrado que no encuentra lo que esperaba en la cinta que para el espectador que entra en contacto con ella de la mano de Cordero.

La luz apagada y sus monstruos. Donde viven los monstruos. Dirección: Spike Jonze. Basada en el cuento homónimo de Maurice Sendak. EEUU, 2009. Guión: Spike Jonze, Dave Eggers. Elenco: Max Records, Catherine Keener, Pepita Emmerichs, Mark Ruffalo, Max Pfeifer, Madeleine Greaves, Joshua Jay, Ryan Corr, Steve Mouzakis. Por Joaquín Correa: Estudiante de Letras (UNMdP).





Monstruos
Un conflicto familiar es el desencadenante de la monstruosidad. Ése es el mayor punto en común entre el libro (1963) y el film (2009): la madre le grita «¡Monstruo!» a Max, a lo que él responde «¡Te voy a comer!». A partir de ahí, en el libro, Max es encerrado en su habitación, donde comienza a surgir todo un mundo nuevo, con bosques y océanos, días y noches, «hasta llegar a donde viven los monstruos». Ellos lo atemorizan pero él se impone mediante su magia y es convertido inmediatamente en rey de los monstruos. El período de Max es el de la fiesta, el rejuvenecimiento de la comunidad: el periodo de Max es el tiempo de la alegría. Pero entre tanta diferencia, Max se siente solo, y reta a los monstruos (a la cama sin postre). Max sufre
de la melancolía
de la diferencia
de la soledad.
Los monstruos no quieren que se vaya, y le ruegan, le rugen, lo amenazan. Y él, no, altanero, sólo quiere volver. Vuelve, y los días pasaron, pero la comida todavía estaba caliente.
Más monstruos
El film conserva el argumento del libro de 1963 como núcleo, pero va mucho más allá. Refuerza, sobre todo, el punto de vista de Max y la narración de los hechos a partir de su mirada de niño solitario y melancólico. Se acentúa lo que de monstruoso hay en Max. Max es un monstruo por su comportamiento de hermano menor insoportable, de padres ausentes, de hermana adolescente, de no atención de los demás. Max es un monstruo desde la soledad: la creación del Doctor Frankenstein es monstruosa por la diferencia, por la no existencia del par complementario, por la soledad en que deja a ésa, su creatura. El monstruo moderno es un monstruo de la diferencia, un monstruo de la soledad, de la incomprensión: el que no tiene familia, el que está fuera de su comunidad, el que se exilia. Un sujeto castrado.
Refugios
Max es un monstruo. Y hace refugios. Se la pasa haciendo y tirando abajo refugios: de mañana, un iglú en frente a su casa y una maqueta enorme poblada de legos y muñecos; mientras que por las noches su cama se convierte –entre telas y luces– en una nave espacial a punto de despegar y ya en el otro país, en el calor de la fogata y la euforia de la destrucción, a los monstruos le narra su vida anterior de vikingo, famosa por la construcción de una gran fortaleza. Max está pidiendo a gritos que alguien venga a habitar esa casa que va desplazando de refugio a refugio. Max quiere compañía, alguien que sea parecido a él. Otro monstruo. Quiere sentirse un poco menos monstruoso o, al menos, que su diferencia sea alivianada socialmente por su edad. Por eso vuelve a casa, porque, a pesar de que un monstruo siempre se va mal de casa, toda vuelta es una especie de anagnórisis, un nuevo escudo.
El tiempo
Los monstruos no representan el fin de la era de los sentimientos ni el desapego posmo. Los monstruos están ahí para decirnos que todos dormimos con la luz apagada, que los amigos imaginarios a veces gritan más que un amigo real; están ahí para preguntarnos cuándo fue que dejamos de pensar en ellos, cuándo fue que los perdimos.
La literatura quiso sistematizar a los monstruos, limar sus asperezas, colocarlos dentro de sus parámetros: o no existen o si existen son malvados y crueles. No quisimos aceptar que los monstruos somos todos, no quisimos aceptar que pensar todos los días en los monstruos no es ninguna enfermedad.
Huida
Siempre estamos leyendo el mismo libro. Por eso Max, como Alicia, huye. Corre y corre hasta llegar al mar y encontrar allí un barquito. Entramos en el mundo extraordinario. Y el azar, el azar –como dice Barthes que dice un matemático– tiene un poder enorme de engendrar monstruos.
El que viene de lejos
Max llega y destruye las chozas de los monstruos, al sentir en los gritos de Carol («¿Ya nadie estará de mi lado?») algo que los unía. Ya no habrá hogares solitarios, porque luego de quemar todas esas casas comenzará el reinado nuevo, aquel que se dice capaz de construir un escudo contra la tristeza, contra la soledad, sabiendo de todos modos que «la felicidad no siempre es la mejor forma de ser feliz», y que la soledad no es un estado fácil de determinar sino más bien algo omnipresente y progresivo, que levanta nuestros refugios y que vuelve a apartarnos, porque, si somos monstruos al fin de cuentas, «si tienes un problema, cómetelo».
El tiempo de los monstruos es un tiempo cíclico, donde se narra, siempre, la historia de la búsqueda de un hogar, de un refugio, donde el miedo a la soledad, su presencia, está ahí siempre: “Soledad = no tener a nadie en casa a quien poder decir: regreso a tal hora o a quien poder hablar por teléfono para decir: ya regresé” (entrada del 11 de noviembre de 1977, Diario de Duelo, Roland Barthes).
Idioma
El monstruo posee un idioma: Max habla y se hace entender, los monstruos hablan entre ellos y se entienden. Hay, entonces, un lenguaje de la diferencia, dentro del cual Max pregunta «¿Cómo lograr que todos estén bien?», cómo vivir en comunidad, cómo estar bien dentro de un hogar y sentirse parte. Una vez más, el lenguaje es el único lugar desde donde poder empezar a construir un nuevo refugio.

Cuerpos dóciles. La mirada invisible. Dirección: Diego Lerman. Basada en el novela Ciencias Morales de Martín Kohan. Argentina, 2010. Guión: Diego Lerman y María Meira. Elenco: Julieta Zylberberg, Omar Núñez, Marta Lubos, Gaby Ferrero, Diego Vegezzi, Pablo Sigal. Por Virginia P. Forace: Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata.




La "disciplina" no puede identificarse ni con una institución ni con un aparato. Es un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo, implicando todo un conjunto de instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de metas; es una "física" o una "anatomía" del poder, una tecnología.

Michel Foucault.

Cuerpos dóciles, cuerpos disciplinados, cuerpos subversivos, cuerpos sexuales. La película de Lerman se organiza sobre la objetivación de los sujetos como cuerpos de control o de deseo, más que como individuos. Entre ambos extremos, la perversión, el voyerismo, el placer prohibido y, finalmente, violento, se filtran para organizar una narración del desvío a partir de la construcción de una estética de lo mínimo.
El film, basado en la novela Ciencias Morales (Anagrama, 2007) de Martín Kohan, recorta un microcosmos definido y cerrado, el Colegio Nacional de Buenos Aires, para reconstruir, más que un período histórico, una atmósfera represiva que es eco de una situación mayor. Así funciona el pequeño universo de María Teresa para el espectador, pues a partir de las, en apariencia, banales actividades cotidianas de la preceptora, éste reconoce la experiencia de la escolaridad durante los años finales de la última dictadura militar en la Argentina.
La actividad principal de la protagonista en la institución es el control y la vigilancia de los estudiantes y a ello se reduce el relato. El minimalismo está dado en el trabajo con el detalle: el enfoque en lo cotidiano, el detenimiento en el pormenor de los actos y las costumbres, y la morosidad del tiempo narrativo, obligan al espectador a analizar aquello que se focaliza: los dispositivos de poder que se ponen en juego en la institución y sus alcances.
La mirada de María Teresa funciona, en este marco, como el mecanismo de regulación y sanción: controla los contactos físicos apropiados, determina las actitudes correctas, disciplina la ubicación espacial autorizada. La mirada del personaje no ve simplemente sino que analiza, mide y califica ya no a los alumnos, sino a los cuerpos-objetos de acuerdo a los parámetros de la normalidad, entendida ésta a partir de la polaridad bueno/malo, correcto/incorrecto, útil/inútil.
Este mecanismo de vigilancia no persigue sólo la sanción del desvío sobre la norma sino también la corrección, el entrenamiento en la práctica de la obediencia automática por medio de la repetición, el castigo y la normalización. Son las fórmulas generales de dominación que Michel Foucault llama disciplinas: “A estos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad, es a lo que se puede llamar disciplinas” (Michel Foucault, Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2002, p. 142).
La reducción del diálogo a favor del desarrollo y exploración de lo paralingüístico, construyen una narración de gestos y miradas. En función de ello, el film se organiza discursivamente a partir de la construcción de una retórica del silencio y el contraste, cuya resolución se dará a partir de la mostración de la perversión de los mecanismos de control.
María Teresa, con la excusa de descubrir la infracción de ciertos alumnos que están bajo sospecha de fumar en el colegio, ingresa al baño de varones y establece un puesto de vigilancia en uno de los cubículos, comenzando de esta forma un proceso de alejamiento de lo “correcto” y de exploración de lo prohibido.
El espacio al que ingresa es para ella el habitado por la otredad: lo otro masculino y lo otro censurado. Representa, de esta forma, el límite entre la norma y la subversión, entre lo reprimido y lo explotado. Al entrar en el recinto, inicia un proceso de exploración de su propia sexualidad y del placer voyeurista. Es un camino gradual hacia la perversión que contamina sus funciones y que la lleva a fantasear con los alumnos en sus ámbitos regulares, reconociéndolos ya no como objetos de vigilancia sino como objetos sexuales de deseo.
El momento culminante de desvío se generará en la concreción violenta del deseo perverso, pero no será la preceptora el sujeto del placer, sino que ella misma será reducida por el siniestro personaje del “Señor Biasutto” a cuerpo sexual, objeto despojado de su calidad de sujeto. María Teresa se vuelve su propio espejo: el agente disciplinador y represivo es, a la vez, cuerpo disciplinado y sometido.
El movimiento oscilante entre el control disciplinar obsesivo y el desvío absoluto y perverso tiene un intento de resolución en el desenlace de la película, pero la propuesta también está asociada al crimen. Uno de sus puntos débiles respecto de la novela se produce en este aspecto: mientras en ésta María Teresa quedaba sometida bajo la misma lógica disciplinar que ella había ayudado a implantar, constituyéndose en una víctima más de un sistema perverso (Biasutto reproduce el abuso apoyado en su posición de poder), en el film, ella reacciona ante la presión con violencia y, de alguna forma, escapa.
De la misma forma, si la novela de Kohan necesitaba extensas descripciones para construir su universo de ficción y sumergirnos en esa realidad agobiante de la última dictadura militar, la película de Lerman podría haber obviado la palabra y concentrarse en la fuerza de la imagen y del gesto, evitando ciertos diálogos previsibles donde Biasutto reproduce literalmente el discurso de la dictadura (guerra contra la subversión, metáfora del cuerpo social enfermo, etc.). Defecto en el objeto de énfasis que no logra explotar todas las posibilidades que el cine ofrece en estas historias de gestos.

Destinos cruzados de la historia Argentina. Revolución. El cruce de los Andes. Dirección: Leandro Ipiña. Argentina. 2010. Guión: Leandro Ipiña y Andrés Maino. Elenco: Rodrigo de la Serna, Juan Ignacio Ciancio, Javier Olivera, Pablo Ribba, Lautaro Delgado, León Dogodny, Víctor Carrizo. Coproducción entre Canal 7, Canal Encuentro, el INCAA y la Televisión Española (TVE); con el apoyo del Gobierno de San Juan y con la administración de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Por Marinela Pionetti: Profesora en Letras, Becaria de la UNMdP.



Hasta dónde llega un hombre en busca de la libertad
Trailer Revolución

Buenos Aires, año 1880, una pensión poblada por inmigrantes que llegan masivamente al país. Ahí vive Manuel Esteban de Corvalán, un anciano que a los quince años fue secretario de San Martín en la campaña del Cruce de los Andes en 1817. En ese lugar vive, instigado por la dueña que reclama el pago de la renta atrasada, con unas pocas monedas para convidar un vino a las visitas, con el ajedrez y una caja con recuerdos de la campaña. Allí llega a entrevistarlo un periodista con motivo de la repatriación de los restos del General desde Francia. Este joven, representante de los valores y el pensamiento que la generación del `80 tenía sobre la figura de San Martín, le pregunta en un momento “¿cómo era el Padre de la Patria?”, a lo que el viejo responde: “el Padre de la Patria…la Patria… ¿y qué es para vos la Patria?”. Con esa pregunta inquietante, Corvalán inicia el relato retrospectivo de su experiencia al lado del General, su pertenencia a una familia realista conservadora, su decisión de alistarse en el ejército patriota contra la negativa de su padre y la determinación de dejar el lugar de amanuense para convertirse en soldado y pelear en las filas de combate. Cuatro aspectos que se desprenden del eje sobre el que gira la película –el cruce de los Andes– y se amplían hacia reflexiones más profundas sobre este hito de nuestra historia.
El relato, puesto a funcionar en boca de este protagonista olvidado, busca desarticular ciertos lugares comunes de la Historia. Al igual que en textos como “Muero contento” o “El libertador” de Martín Kohan, en los que la voz del subalterno (Cabral en uno y un ayudante de San Martín en el otro) socava la versión oficial e instala una nueva perspectiva desde donde leer los hechos, en Revolución, la narración de Corvalán, cumple un rol fundamental, pero esta vez en función de reconstruir la figura del héroe nacional y hacerla extensiva al pueblo. La estrategia no se dirige a restar méritos ni minimizar su figura sino, por el contrario, a exaltar su carácter heroico a partir de subrayar el lado humano y las vicisitudes que enfrentó en plena campaña. La narración de los días junto al General pone de relieve una imagen que dista del prócer prototípico inmutable inmortalizado por la historia, que no sufre contradicciones, angustias ni dolores. El San Martín que emerge del relato de Corvalán es un hombre reflexivo, gran estratega, de claras ideas políticas, de carácter fuerte pese a las vacilaciones producto de traiciones y contratiempos, de apariencia intachable y una mala salud escondida.
El momento en que el joven amanuense decide dejar su rol para combatir a la par de los demás soldados introduce, asimismo, un tópico de larga data en nuestro país (como en otros), como lo es el debate por el poder entre las armas y las letras. Polémica que se reitera más tarde entre Alberdi y Sarmiento, documentada en las Cartas Quillotanas y Las Ciento y Una y que, llevada a extremos lamentables, ha protagonizado episodios significativos a lo largo de todo el siglo XX. Una escena que define, de algún modo, el posicionamiento de San Martín en esta polémica se produce cuando instiga al joven secretario a aceptar que “la mano que empuña la pluma es mucho más temeraria que la mano que empuña la espada”. Por otra parte, independiente del relato de Corvalán, el vestuario simboliza puntos de inflexión en la figura de San Martín, donde el cambio del uniforme de soldado a un traje con filigrana y plumas marca el paso de “oscuro oficial de las Provincias Unidas del Río de la Plata, al Gran Capitán que hoy conocemos”, según Ipiña.
La enorme puesta en escena permite ver un interesante resultado de la confluencia de lo histórico y lo artístico en el film. La búsqueda de un efecto de realidad logrado, por ejemplo, en la ambientación, los escenarios naturales (precordillera en la zona Barreal, San Juan), el maquillaje y el lenguaje (San Martín habla en marcado tono español), se combina con una producción artística singular, elocuente en la fotografía que retrata verdaderos cuadros pictóricos (las carpas blancas iluminadas por dentro en la noche cordillerana, la nieve plateada de la cima que corta el cielo azul radiante, por citar dos ejemplos). Esta concurrencia escénica tiene que ver con una intención manifiesta por el director de “lograr lo ecléctico, o sea, que lo ecléctico dominase la película”, en palabras del propio Ipiña, y no un relato meramente documental.
La súper producción de una ficción histórica, detallada tanto en el making off (http://www.tvpublica.com.ar/tvpublica/articulo?id=3389) como en el sitio oficial de la película (http://revolucionpelicula.com/), acude a afirmar el carácter épico del cruce de los Andes y a reivindicar la figura de sus protagonistas. La caracterización de los personajes colabora con esta intencionalidad, las intervenciones de los soldados del ejército patriota muestran la tensión entre el deseo de libertad y el padecimiento frente a las inclemencias del tiempo, el hambre y las necesidades, mientras que el discurso del padre de Corvalán, anclado en un hispanismo recalcitrante, evidencia una mirada maniquea respecto de las posiciones ideológicas en conflicto. Esto, sumado a la efusividad de los parlamentos de San Martín frente a sus hombres, constituye una estrategia narrativa orientada a enfatizar el carácter mesiánico de una empresa comunitaria.
Por otra parte, el relato de Corvalán, en un movimiento constante del pasado al presente (de 1880 a 1817 y viceversa), enmarca la narración de la gesta y a la vez la atraviesa, muestra la confluencia de la experiencia personal y la acción colectiva del pueblo, introduce las tensiones ideológicas entre realistas y patriotas y, a la vez, constituye un punto que articula tres tiempos: 1817, año del Cruce de los Andes; 1880, inicio de una década decisiva en la forma que asume Argentina como Nación, y la actualidad desde la que se propone una nueva revisión de los episodios históricos. La escena final cierra, con cierta ironía, una de las paradojas constitutivas de nuestra historia: el periodista quiere retratar a Corvalán junto a la comunidad de inmigrantes que viven en la pensión, toma la foto pero el viejo soldado, inquieto, se mueve y su rostro sale movido, borroso. Cuadro que condensa una de las metáforas que sostienen la película: la Historia la forjan los héroes anónimos y a veces olvidados, hombres comunes, el pueblo.
Por último, cabe recordar que Revolución es la primera de una serie de películas de producción nacional basadas en distintos episodios y figuras de la historia argentina inscriptas dentro de una serie de acciones por parte del Estado, destinadas a revisar y reflexionar acerca de los discursos que han ido configurando los prototipos nacionales representativos de nuestra identidad. Su proyección gratuita, al aire libre en distintas ciudades del país o en eventos de interés cultural de renombre, como el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata donde se estrenó este film, confirma buena parte de las intenciones de esta empresa.

En busca del amor perdido. Le Grand Meaulnes. Director: Jean Daniel Verhaeghe. Basada en la novela homónima de Henri Alain Fournier. Francia, 2006. Guión: Jean Cosmos y Jean Daniel Verhaeghe. Elenco: Nicolás Duvauchelle, Jean Baptiste Maunier, Clemence Poesy, Jean Pierre Marielle, Philippe Torreton, Emilie Dequenne, Florence Thomassin y Malik Zidi. Por Milagros Rojo Guiñazú: Profesora y Licenciada en Letras. Especialista en Docencia Universitaria. Profesora UNNE – UCES (UTN). Miembro asociado de la Asociación Argentina de Literaturas Comparadas. Miembro del Equipo de Evaluadores de la SPU.



Jean Daniel Verhaeghe, cineasta y director francés (Bouvard et Pécuchet, Eugénie Grandet, Le Père Goriot, Les Thibault, Sissi, impératrice rebelle, entre otras), en 2006 encanta con Le Grand Meaulnes, adaptación de la novela homónima de Henri Alain Fournier –única novela del joven escritor francés y considerada una de las mejores obras de la literatura francesa de los últimos siglos.
Este film es protagonizado por Nicolas Duvauchelle (Le Petit Voleur, Le Fille du puisatier, Polisse, entre otras), un actor que ha interpretado prolijamente el rol de Agustín Meaulnes. Este personaje, que busca a su amor perdido, por el tratamiento dado por su autor responde a los cánones del romanticismo, ya que encarna a un joven impulsivo, temerario y heroico que se aventura hacia lo inexplorado con el objetivo de recuperar ese universo misterioso e inabordable que distancia la infancia de la adultez.
Las fotografías de Yves Lafaye y los decorados de Emile Ghigo evidencian una recreación de época y costumbres singulares. De esa forma, el contexto de la campiña francesa de principios de siglo XX transfiere la pantalla. Ciertos momentos claves en la pieza literaria se reconstruyen con magistral destreza en la versión cinematográfica. Así, la descripción que Fournier realiza de la fiesta que se lleva a cabo en la mansión preserva su magia en la gran pantalla. Como si se tratara de un cuento de hadas descubrimos el misterio que la rodea… una construcción derruida, antigua, perdida en el medio del bosque en el que se esconden millares de secretos. De esa manera, las escenas del colegio, de los paseos, por mencionar algunos, son literales y fieles a lo que Fournier define como el espíritu de su tiempo.
La trama de la versión fílmica es cautivadora y sorprendente. Quienes hayan tenido el placer de leer la novela de Fournier hallarán un respaldo cinematográfico para todas aquellas imágenes mentales que elaboraron como lectores. Lo sorprendente se descubre en los momentos finales, pues el director y guionista juegan con la ficción y la autoficción, personajes y autor se entrecruzan entre relato ficcional y relato vivencial –tanto del escritor como el de toda una generación.
La voz en off parece unirse al propósito de una novela realista, en donde gradualmente se pretende introducir, seducir, cautivar al espectador… para que éste abandone por un tiempo su realidad y se suma absorto en esa historia mágica y llena de juventud e inocencia que se despliega con inteligencia.
Aquella intencionalidad ofrece Fournier y que podría catalogarse como novela de adolescencia se transparenta con claridad en el filme de Verhaeghe. Asimismo, ese quiebre o momento de ruptura entre lo que fuera la ingenuidad, la mirada del inexperto e ilusionado adolescente y la madurez se reflejan en los personajes con sutil densidad.
La huella del estilo de Verhaeghe sigue los pasos del novelista porque, excepto por ciertos rasgos de dicción en los personajes –los que no conservan la modulación de la provincia sino que arrastran la fluidez propia de la ciudad (de París)– se tiene la sensación de que cada uno de ellos se encuentra en ese tiempo, que no podrían ser ajenos a ese contexto.
La música de Philippe Sarde impregna de ternura y pasión a la proyección. Cada momento existe junto con su melodía, la que es fiel a la historia y permite al espectador acompañar sus efectos.
Si bien los elementos constitutivos son los andamiajes a través de los cuales se sustenta tanto la novela como el guión cinematográfico, los que merecen resaltarse son los elementos representativos, los que aportan el valor central tanto a una como a otra realización artística.
La amistad incondicional de los dos personajes masculinos centrales (Agustín y François), esa necesidad de ayudarse uno a otro, la defensa insoslayable al cumplimiento de los compromisos y la realización emocional buscada en un amor distante, obsesionado e idealizado son cruciales para dimensionar el valor de esta pieza literaria.
Pese a que la crítica francesa no fuera favorable en su momento, considero que la película de Verhaeghe respeta la sensibilidad de la novela original. Tras la lectura de la obra literaria, mirar esta adaptación representa la oportunidad de experimentar –una vez más– aquellas sensaciones que habitaron en el lector cuando tomaba y recorría las páginas de Fournier.

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