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Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 7 Número 32. Enero de 2013.

Una con Brigitte Bardot. El reposo del guerrero (Le Repos du Guerrier). Dirección: Roger Vadim. Basada en la novela homónima de Christiane Rochefort. Francia, 1962. Guión: Roger Vadim. Elenco: Brigitte Bardot, Robert Hossein, Jean-Marc Bory, Michel Serrault, Jacqueline Porel, Jean-Marc Tennberg, Robert Dalban. Por Rosalía Baltar: Dra. en Letras y docente de la  UNMdP.




La biblioteca familiar, muchas veces inexplorada, me puso en las manos un libro desconocido para mí y para mi generación. No lo ha sido, sin embargo, para la que me precede, aquella que, a fines de los ´50 y durante los ‘60 y ‘70 vivieron sus momentos de iniciación intelectual o libresca. El reposo del guerrero es el libro. Christiane Rochefort, su autora. Cuando se publicó fue un escándalo porque puso en palabras dos temas centrales: los sentimientos e impulsos eróticos de las mujeres y la hipocresía de la cultura media de recubrir, decorar, la satisfacción y el deseo sexual bajo el dominio de la palabra amor. La novela desata, además, otros prejuicios, como la relación entre generosidad y dinero, los placeres gregarios de la pequeña burguesía y el típico etnocentrismo parisino.
La joven Geneviève se encuentra, en un lugar de provincias al que ha viajado para recibir una cuantiosa herencia, con Renaud, un hombre terminado, pretensioso en su romanticismo barato, al que ella salva accidentalmente del suicidio. El alma de Renaud, según él mismo dice, ya no le pertenece sino a ella, de modo que él, su cuerpo, su persona, su alcoholismo, su pasión por estar tirado todo el día en la cama, leyendo malos policiales, fumando y, en especial, su indiferencia por todo, quedan a cargo de esta señorita. Renaud la maltrata, le pega, la humilla sexualmente, todo a cambio de quedarse con ella: ambos saben que bien vale, para ella, el descubrimiento del placer sexual padecer esos múltiples castigos. Hacia el final sucede el reposo del guerrero: ella, convaleciente de una desatada crisis de tuberculosis, queda embarazada y, entonces sí, ahora se protege y se distancia, al mismo tiempo que él cede y se rinde –he aquí el descanso- y se somete, por fin, al “amor”.
Cuatro años después, Roger Vadim hace con este libro una película, dejando de lado, prácticamente, toda brutalidad lingüística y física, y desterrando del vocabulario cinematográfico casi cualquier expresión referida a la pasión erótica que siente el personaje. Hacia el final, Renaud se entrega no ya al amor sino al “matrimonio”. En lo personal, me hizo un poco de gracia ese corolario, aunque recoge también el debate existencialista de esos años entre la libertad y la conformación de una familia como terrenos en pugna, al igual que el enfrentamiento entre un sentimiento egoísta por una persona y las relaciones abiertas. Lo cierto es que poco importa a esa altura el parlamento y los actos de Robert Hossein (Renaud) porque desde un principio y en su culminación el centro de todo es Brigitte Bardot.

La mayor parte de la película, cuando Brigitte está “enamorada”, transcurre dentro de su cuarto y en algún evento de jazz o el decorado de un bar de mala muerte. Los ambientes de su departamento –que era el bulín de su padre, por otra parte- son sobrecargados, kitsch y llenos de inverosímiles combinaciones. En medio de ellos se mueve la bellísima Brigitte, cambiando constantemente el vestuario exquisito que lleva excepto cuando anda desnuda y envuelta en un enorme edredón animal print que le queda, dicho sea de paso, divino, aunque surja un “quién lo diría” pensando en la Brigitte madura y ecologista que fue después. El resto del film transcurre en Florencia. Allí se luce la ciudad, con sus escenarios increíbles, sus puentes, villas y jardines y allí el personaje se libera y espera la rendición del guerrero. Como una virgen amada por el pecador redimido, la película termina en medio de unas bellas ruinas florentinas, él de rodillas y ella, con su cabello en el viento, triunfante, generosa y sabia.
Más allá del argumento y de los debates de época, la película es una pieza más del rompecabezas Bardot quien también causó en su hora, como este libro, rupturas, polémicas y escándalos al exhibirse como una estrella sexual en un mundo estrecho y conservador.


La noble traición. Maratón de la muerte. (Marathon Man). Dirección: John Schlesinger. Basada en la novela homónima de William Goldman. EEUU, 1976. Guión: William Goldman. Elenco: Dustin Hoffman, Laurence Olivier, Roy Scheider, William Devane, Marthe Keller, Marc Lawrence, Fritz Weaver, Richard Bright. Por Osvaldo Beker, Profesor y Licenciado en Letras (UBA), Profesor y Licenciado en Comunicación (UBA).


El hecho de que se pueda llegar a transponer todo lo que había en un texto fuente es una quimera. Pero el hecho de que se descarten ciertas representaciones supone una jerarquización a la hora de la operación semiótica aquí trabajada. Hay aspectos que han de ser soslayados y hay aspectos que han de ser contemplados, imprescindibles. En el medio de estos extremos se verifica una importante serie de posibilidades adaptativas que se traduce en la proximidad o distanciamiento en torno a un vocablo polémico: la fidelidad. En Marathon Man, en la película de Schlesinger, digo, brilla por su ausencia la representación de la homosexualidad si es que, por supuesto, se tiene en cuenta lo que había ideado Goldman: “Scylla jamás desempeñó su mejor trabajo en Londres. No porque no le agradara el lugar. Todo lo contrario. (…) Tenía treinta años cuando encontró a Janey en Londres y se enamoró de él. (…) Él y Janey, desde hacía cinco años, habían formado un equipo y, aunque jamás correspondió a la pasión que sobrevivió después de cinco años de intimidad, las cosas iban todavía muy bien, en lo que se refería a Scylla.”
La novela es explícita: “... se enamoró de él”. El personaje de Scylla no es importante en la historia sino como soporte, a modo de una especie de posibilitador del encuentro de los dos mundos (el de la oscura y rutinaria vida de Babe y el de la clandestina tarea del grupo comandado por Szell). Scylla une esos dos mundos y esa es entonces toda su labor, la de permitir el entrecruzamiento de dos historias que hasta él eran totalmente independientes. Scylla es el nexo necesario. De todos modos, la suficiente cantidad de datos referidos a él difieren sensiblemente entre el texto fuente y el texto derivado, fundamentalmente si se aborda una temática particular como la representada por la homosexualidad. En la novela, se feminiza el personaje de Scylla. La focalización interna, en ese momento, un poco avanzada la historia, lo muestra como suficiente, como víctima de un destino implacablemente frío, intensificado por el demoledor paso del tiempo. Scylla sigue prendado del amor: parecería, en principio, que no estaría sucediendo lo mismo con su pareja (al menos, no se dan referencias con respecto a su estado de ánimo). La relación entre Scylla y Janey es, por ende, representada como doblemente clandestina ya que ambos no solamente conforman una pareja homosexual sino que además pertenecen a una red de inteligencia del Estado que se mueve en el silencio de la oscuridad, que teje sus estrategias sotto voce. El aseverar que las cosas en la pareja iban “todavía muy bien” habla del grado de confianza adquirido en cinco años de relación sentimental aunque evidentemente se deduce que había pasado mucha agua por debajo del puente, obstáculos, penurias o desavenencias. Sorprende, eso sí, el grado de naturalidad con el que Goldman se refiere a esta vinculación. No hay mayores digresiones reflexivas, mucho menos juicios u opiniones decorativas, en la novela. Scylla ama a Janey, y así se lo dice, sin pelos en la lengua. ¿Qué hizo Schlesinger? Evidentemente, este viaje del texto literario al medio cinematográfico experimentó severas modificaciones más allá del mantenimiento de la estructura argumentativa. En efecto, la homosexualidad del hermano de Babe es construida como una función meramente catalítica y por ello su alteración no habría de perjudicar mayormente el decurso de la historia. Y no lo hace. En muchas oportunidades se lee que el cine no puede no describir. Por lo tanto, el ligero roce de manos enfatizado por un breve cruce de miradas de frente, en la cinta, en un momento en el que Janey intenta ver cómo está Scylla de una herida, apela al reino de la connotación: allí se efectúa la lectura de la preferencia sexual de Scylla. Nada más. Solo ese pasaje: nada más. Porque cuando, una vez muerto Scylla, Janey le dice a Babe que Scylla era su amigo, no hay explicitación del tema (no lo permiten los significantes en inglés ni en español), no hay referencia ni implícita ni directa de la relación homosexual. El deseo de fidelidad se ve relativizado; hubo una transposición peculiar: un traslado y una transformación.



  

No ocurre lo mismo con la representación de la marginalidad de ciertas calles neoyorquinas en la década de los setenta. En ambos textos, se presencia la sordidez, la periferia, la oscuridad, la violencia, la soledad, la humedad, el anonimato. En la cinta de Schlesinger se muestran los vecinos puertorriqueños de Babe, que viven cruzando la calle, que lo insultan y se burlan de él, habitante de un lugar hacinado más “propicio” para negros y latinos desclasados, inmigrantes ilegales que viven en la total marginalidad. La mugre en las veredas, constante en distintas secuencias, constituye un elemento verosimilizador. Las armas circulan como el pan: Babe también posee un arma, pero su fin es muy otro. También es otra su procedencia: el revólver pertenecía a su padre suicida. Los latinos, en cambio, emplean el arma con un objetivo preciso, el robo, el asesinato, el amedrentamiento. La película revela una calle habitada por pobres, bien al norte de la isla de Manhattan. Casi rozando el Harlem, si no lo es realmente. En la novela de Goldman, el trazo espacial es idéntico: “Cuando se es estudiante becario se tiene que vivir donde le permiten a uno sus medios económicos, y, en junio, lo único que le permitía el estado de sus finanzas fue una sola habitación con baño en la última planta de una casa de color pardo de la Calle 148 Oeste.”
El que conoce la disposición cartográfica de la Gran Manzana, puede descubrir rápidamente que Babe vivía en Harlem, o cerca de este barrio, lo que provoca pensar en un campo semántico ligado a la marginalidad, sobre todo si es que se trata de dar cuenta de la Nueva York de los setenta. Goldman usufructuó el espacio provisto por la ciudad y destina distintos rincones para Rosenbaum y Kaspar Szell, para Christian Szell en su recorrido bancario, y para Babe en su domicilio. Goldman no dice que Babe es un caso excepcional en esa calle sino que legitima su situación al hablar de su presente de estudiante de bolsillos flacos. En la producción de Schlesinger el falso contraste es respetado a pie juntillas.
Digo que la transposición de Marathon Man es una “noble traición” porque la simplificación obligatoria en el pasaje significante no supone, al menos en este caso puntual, una ostentosa violación, un flagrante incumplimiento, a la fidelidad. Se sabe de otros numerosos textos que se metamorfosean tanto que alcanzan a parecer dos historias distintas (aunque se respete una base original). La operación semiótica producida en Marathon Man evidencia un movimiento oximorónico porque a pesar de la necesidad de instalar una versión más sencilla y más despojada, restablece, con ciertos cambios retóricos pertinentes, los mojones cardinales en la historia representada. Sin embargo, no pecan de acarrear grandes transformaciones. Por otra parte, arriesgo que la representación de la homosexualidad difiere en el texto derivado en relación con el texto fuente a partir de las posibilidades del soporte. La representación de la marginalidad urbana, en cambio, es fiel en la película de Schlesinger, tan fiel que la transposición podría acercarse bastante a la idea de exactitud, de completud, de total correspondencia.


Una película para Pasolini. Pedro Páramo. Dirección: Carlos Velo. Basada en la novela homónima de Juan Rulfo. México, 1966. Guión: Manuel Barbachano Ponce, Carlos Velo, Carlos Fuentes. Elenco: John Gavin, Ignacio López Tarso, Pilar Pellicer, Julissa, Graciela Doring, Carlos Fernández, Augusto Benedico, Beatriz Sheridan, Claudia Millán, Rosa Furman. Por Por Joaquín Correa: Estudiante de Letras (Universidad Nacional de Mar del Plata).


i.
Mientras veo la versión de Pedro Páramo de 1966 llego a pensar que el único capaz de llevar al cine el texto de Juan Rulfo -sin que se registren demasiadas pérdidas- es el Pasolini del neorrealismo italiano, es el Pasolini de El evangelio según San Mateo. Es una intuición y trato de descifrarla: Pedro Páramo es, ante todo, un color y la fuerza de las palabras; Pedro Páramo es, también, la dureza del gesto, la presencia de un pueblo y los sentimientos hechos cuerpo. Todo eso había sido filmado ya por Pasolini en su lectura del Evangelio de un forma increíble, epifánica. Hay entonces, podríamos pensar, algo de bíblico en la historia de Juan Preciado. Ese Mesías que llega tarde, que parece haber sido sacrificado por su madre, ese hombre que no comprende muy bien lo que está pasando alrededor suyo. Y duda. O se niega a entender.

ii.
La película no se define en tanto tal sino como un “cinedrama”: ¿qué es eso? ¿Pedro Páramo debía reencarnar en ese género algo amplio pero endeble llamado “drama”? ¿Pedro Páramo, el texto, su historia, es un drama? Pensarlo así, ¿no reduce su fuerza? El gran error de esta adaptación, para nosotros, televidentes del mediodía, es que sea mexicana: Pedro Páramo será un culebrón típico: un semental que gobierna al pueblo y que viola y coge a diestra y siniestra a cuanta mujer se le cruza, siendo la expresión “tú eres mi padre” moneda corriente. Pero Pedro Páramo es un galán y él también sufre de amor: he allí, tal vez, el drama: la historia de Susana San Juan, su personaje todo y por efecto colateral, su relación con el Don del Poder.
En el guión de este “cinedrama” ha participado Carlos Fuentes y podríamos reprocharle, a él también, no estar a la altura de las circunstancias ni tan siquiera de las de su propia producción. Por ejemplo, antes de empezar todo, y a modo de epígrafe, leemos estos famosos versos de Calderón de la Barca:

                        Idos, sombras, que fingís
                        hoy a mis sentidos muertos
                        cuerpo y voz, siendo verdad
                        que ni tenéis voz ni cuerpo;
                        que, desengañado ya,
                        sé bien que la vida es sueño.

¿Cómo aplicar el vaivén entre la vida y el sueño a la historia de Juan Preciado? ¿No es, acaso, empobrecer el texto tratar de encasillar sus ambigüedades, sus espacios no dichos? En todo caso, y siendo muy bondadoso con el olvido, ¿quién será el “desengañado”? ¿Pedro Páramo, Juan Preciado? No hay desengaño en Pedro Páramo porque, en ningún momento, hubo engaño: todo está al descubierto. No existe ese desengaño como anagnórisis que se revela en el fin de la obra de Calderón. La única relación a la que se podría apelar para acertar con el epígrafe es la de vida y muerte, y aún ésta es tan confusa y vital que mejor abandonar el intento.
Cinedrama del desengaño: evidentemente lo que se filmó no fue el Pedro Páramo de Juan Rulfo.



iii.
Si yo me hubiese equivocado en todo lo anterior o hubiese pecado de crueldad despiadada y ciega, no se me podría negar -al menos- que una de las mayores pérdidas que sufre el texto en el film es la caída en la linealidad de la narración, escondida apenas en el seguimiento de la llegada de Juan Preciado a Comala. Todo pareciera ser, así, parte de un intento por hacerle decir a Pedro Páramo eso que él se empeñó en cubrir de sombras.
Los dos grandes aciertos del film son el padre Rentería y Susana San Juan: el primero, al indagar en sus contradicciones y embarrarlo de humanidad; la segunda, al desplegar un cuerpo sumamente sensual, poseído por la locura y la tristeza y que es, a su vez, perdición de los hombres.
(Ustedes creerán que veo Alicias donde no las hay, pero la propia Susana tiene un diálogo propio de Alicia a través del espejo y su sueño del Rey: “Alguien no está soñando (…) y cuando despierte nos desvaneceremos como en una pesadilla y todos estaremos muertos”).

iv.
Pedro Páramo se nos muestra como la historia de algunos personajes hacia el conocimiento: conocer al padre, hacerse conocer, ir más allá de los “no lo sé” para arribar a la identidad primera, descubrir quién está detrás de la muerte del padre y quién, de la de la madre, entender el idioma de las voces, los suspiros y los murmullos, entender la voz de los recuerdos y de la muerte, conocer el origen y las razones de aquel rencor vivo. Juan Preciado irá comprendiendo que saciar esa sed que lo ataca ni bien llegado a Comala implica conocer esas calles cuyo aroma le relataba su madre y el nombre que ella retiene en su último aliento, conocer esa tierra que todo lo deshace en pedazos, conocer, en fin, la lógica y la política de un pueblo sólo habitado por lo que quedó de las pasiones personales: voces apenas entendibles.


Y el celuloide disolvió la espuma... La espuma de los días (L'Écume des jours). Dirección: Charles Belmont. Basada en la novela homónima de Boris Vian. Francia, 1968. Guión: Charles Belmont, Philippe Dumarçay y Pierre Pelegri. Elenco: Jacques Perrin, Marie-France Pisier, Sami Frey, Alexandra Stewart, Annie Burron, Bernard Fresson, Sacha Briquet, Moune de Rivel, René-Jean Chauffard, Claude Piéplu, Sacha Pitoëff, Delphine Seyrig, Albert Simono. Por Laura Valeria Cozzo: Licenciada y profesora en Letras (UBA) y estudiante del Traductorado en francés (IES en Lenguas Vivas J.R. Fernández).

La lectura de esta delirante genialidad de las arrobadoras letras, obra del último polímata, el novelista, dramaturgo, poeta, actor, guionista, músico de jazz, ingeniero, periodista, traductor y Sátrapa Trascendente del Colegio de Patafísica, conocido como Boris Vian, seduce a su lector desde la primera línea con ese universo surrealistamente poético, construido con un lenguaje extrañamente lúdico, de ingeniosas frases metaliterarias, sutiles juegos de palabras que se presentan como grandes desafíos a los traductores en otras lenguas, e imágenes asombrosas, oníricas, tan bellas algunas como crueles otras. En el centro de este mundo romántico y nihilista, encontramos la historia de amor de Colin (un adinerado joven diletante, amante del jazz, cultor del amor al que éste conducirá a la ruina total, llegando incluso a tener que trabajar, asumiendo los trabajos más extraños) y Chloé (una femenina beldad, pero terriblemente frágil, que caerá enferma de asombrosa dolencia), pero también la de sus amigos Chick y Alise, amigos de los anteriores; paralelamente, la obsesión coleccionista de Chick por la figura de Jean-Sol Partre (una referencia burlona al gran filósofo existencialista que paradójicamente promovió esta novela en su revista Temps Modernes), al que dará muerte una desencantada Alise con un arma surrealistamente letal, el arrancacorazones, que aparecerá en el título de otra obra de este polifacético artista. Si bien la novela no tuvo mucho éxito en su momento, las generaciones siguientes la consagraron como una obra de culto, de lectura obligatoria en todos los colegios franceses.

Si el lector espera que ese embeleso resurja con la película dirigida por Charles Belmont, esa expectativa se ve defraudada. Tal vez el film no sea malo del todo pero su recorte de la historia no parece coincidir con ciertas lecturas de la novela que el texto habilita perfectamente y la película deja afuera. Mientras el argumento puede ambientarse en esa atmósfera chic de los jóvenes snobs, donde tengan lugar las fiestas sociales donde un chico elegantemente superficial conoce a la chica de sus sueños al ritmo de la canción de Duke Ellington intitulada como el nombre de la amada, la inolvidable conferencia del gran Jean-Sol Partre y las excursiones a la pista de patinaje sobre hielo, ¿por qué dejarlas afuera de la película? Si tan lindo era imaginar a los protagonistas de esta bonita historia de amor paseando en una nube, ¿por qué dejar afuera todo elemento mágico? ¿Y la simpática mascota de Colin, esa encantadora ratita? Salvo tal vez la habitación celeste pálido de la enferma de camisón plateado-tornasolado-transparente rodeada de nenúfares blancos en agua verde y el momento en que sale de la casa cuando su vestido naranja casi fluorescente se destaca sobre la oscura construcción gris, el resto de las imágenes parecen demasiado chatas como para reemplazar a esas centelleantes frases. Belmont tiene buenas intenciones pero falla en su intento por reconstruir ese fascinante mundillo sin recurrir a efectos especiales, siquiera a los trucos de ilusionista que se inventó el inexperto director de Le Sang d’un Poète. Por suerte no están ausentes ciertos guiños cómplices para el espectador atento: la voz en el autito que maneja Colin recuerda a los mensajes del inframundo que intercepta el Orfeo cocteauniano, el cual pasará en un momento ante dos campesinos escapados del célebre cuadro de Millet.
La lectura de Belmont anula el mundo de la fantasía, despierta a sus espectadores del ensueño en que los había sumido el texto literario y los arroja a un contexto que, salvo por el causante de la enfermedad de la joven, se parece demasiado al aburrido mundo real. No es el único proyecto que fracasó al querer llevar alguna de las desconcertantes historias vianianas a la pantalla grande, lo que le valió la decepcionante etiqueta de “inadaptable”. Tal vez sólo reste confiar en Michel Gondry, el ingenioso director de los videoclips más originales de las últimas décadas en el mundo del rock, para que vuelva esta historia al reino de los sueños locamente bonitos.


Reconstrucciones de una historia: Crónica de una muerte anunciada (Cronaca di una morte annunciata). Dirección: Francesco Rosi. Basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez. Italia-Francia-Colombia, 1987. Guión: Francesco Rosi y Tonino Guerra. Elenco: Anthony Delon, Rupert Everett, Lucía Bosé, Ornella Muti, Gian Maria Volonté, Irene Papas, Sergi Mateu, Carlos Miranda, Rogelio Miranda, Alain Cuny, Vicky Hernández. Por Estefanía Di Meglio: Licenciada en Letras (UNMdP).

  

Crónica de una muerte anunciada es precisamente eso: una crónica que reconstruye el asesinato proclamado a voces y conocido por todo un pueblo, antes de ser cometido. Basada en la novela homónima del colombiano García Márquez -la que a su vez constituye su materia argumental sobre un hecho que se supone verídico- la película recrea no sólo su argumento sino también su estructura fragmentaria y aún ciertos procedimientos discursivos y de la enunciación. Los sucesivos y alternantes movimientos de retroceso y avance en el tiempo convocan una estructura fraccionada, la que simultáneamente responde a una noción de relato incompleto e irresuelto, construido por diferentes y contradictorias voces que hacen a la historia. Esto acaso halle su origen en un intento por poner en escena la polifonía que caracteriza a la novela.
Cristo Bedoya, amigo de Santiago Nasar, el asesinado en esta historia, reconstruye, años más tarde, los núcleos y acciones que confluyeron en el crimen. Se configura como focalizador en el texto fílmico, lo que no obtura el ingreso de las diferentes voces, puntos de vista y perspectivas en conflicto. Su regreso al pueblo manifiesta como objetivo la investigación que actualiza el recuerdo astillado de la memoria. Así como en la novela, la muerte está revelada desde el inicio.
Santiago Nasar goza de la fama de don Juan y esto sea tal vez lo que le depare la muerte. Ángela Vicario, una de las mujeres más bonitas del lugar, es pretendida por Bayardo San Román, un hombre que, hasta el momento en que la conoce, anda de pueblo en pueblo buscando a alguien para convertirla en su esposa. De diferentes formas intenta conquistarla hasta que logra llevarla al altar. Pero la noche de bodas descubre un agravio imperdonable: Ángela no ha llegado virgen al matrimonio, lo que da motivo suficiente para su rechazo. Luego de devolverla al hogar materno y desahuciado ante el engaño, abandona el pueblo y la casa que la propia Ángela ha elegido por ser las más linda del lugar. Los hermanos de ésta, los mellizos Pablo y Pedro, sienten el peso de vengar el ultraje, por lo que le inquieren quién ha sido el responsable de su deshonra: el nombre de Santiago Nasar es su única y rotunda respuesta. De allí en más, los mellizos emprenden la tarea que tiene por objeto el asesinato del responsable. Lejos de ocultar su propósito, lo anuncian a cada sujeto que con ellos se topa: verdaderamente el crimen no pudo haber sido más anunciado. Los avisos desafortunados e improductivos, sumados a las casualidades funestas, en lugar de evitar el crimen, aportan cierta impotencia que incrementa su carácter trágico, al tiempo que las pocas advertencias que llegan a oídos de la víctima no prosperan en su intento por impedir su muerte. Pero lo más inquietante resulta ser que más tarde no habrá indicios ni evidencias, según el juez del lugar, de que realmente Santiago Nasar haya sido el culpable de la deshonra. El panorama es desolador luego del crimen.

  

En el caso de Ángela, a partir de su matrimonio frustrado, el tiempo se ha detenido para ella. Viste un luto permanente y cada día escribe a Bayardo San Román cartas de amor rayanas en la locura, pues ella misma es presa de una angustia y de un amor que parece haber nacido en el momento preciso del repudio. Sus epístolas jamás obtienen respuesta, hasta que un día el hombre que la rechazó regresa al pueblo y la convierte nuevamente en su mujer. Pareciera ser éste el único sesgo de dicha en medio de una historia en la que participó un pueblo entero, aquélla de una muerte anunciada.
Respecto de uno de los componentes de lo parafílmico, aquel que atañe a la recepción, es cierto es que la película no gozó, en general, de una crítica favorable. Su intento por exhibir el carácter fragmentario del texto literario es tal vez desmesurado, tanto que la sintaxis de la historia se ve abruptamente interrumpida por las escenas en las que bruscamente se retorna al presente de la enunciación. Asimismo, aquellas en las que Cristo Bedoya dirige su parlamento directamente hacia la cámara producen cierto desconcierto en el espectador: tal vez la intención estribara en poner en escena el carácter de crónica a partir de la cual se reconstruye una investigación, pero el efecto no se corresponde con esa intención original en tanto que dichas escenas parecieran corresponder más bien a un documental, desentonando con el resto de las escenas de la película. Otra de las críticas negativas estriba en un simple detalle de maquillaje, que resquebraja el halo romántico en que está envuelta la historia de Ángela Vicario y Bayardo San Román: a pesar del paso de los años, el único cambio en ellos, inverosímilmente, se reduce a un cabello encanecido; por el resto, parecieran ser tan jóvenes como en el pasado. En fin, se trata de cuestiones que fisuran la verosimilitud y que terminan exhibiendo el artificio del relato. No obstante, el texto fílmico emprende una puesta en escena interesante y productiva de la novela en cuestión.

La comunidad imposible. Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages). Dirección Michael Haneke. Fracia-Austria, 2000. Guión: Michael Haneke. Elenco: Juliette Binoche, Thierry Neuvic, Josef Bierbichler, Ona Lu Yenke, Luminita Gheorghiu, Arsinée Khanjian, Alexandre Hamidi, Helene Diarra. Por Bruno Grossi: Estudiante de Letras (Universidad Nacional del Litoral).



  

Aunque “los films corales” (ya se sabe: películas en la que distintas historias y personajes van por caminos independientes hasta que finalmente todas parecen concluir y entrelazarse bajo alguna consigna moral y globalizadora) no son un invento reciente (podemos arriesgar que en Intolerancia (1917) de D.W. Griffith ya se encuentran esquematizadas algunas de sus características), en los albores del nuevo milenio este tipo de películas comenzaron a aparecer con curiosa insistencia. Happiness (1998), Playing by heart (1998), Magnolia (1999), Pay it forward (2000), The hours (2002), Crash (2004), Friends with money (2006), The air I breathe (2007) o la carrera entera de Alejandro González Iñárritu pueden tomarse como ejemplos de una tendencia sintomática de una época: ante la falta de certidumbres de una voz única y omnipotente para contar una Historia que se ha hecho débil (en el sentido de Vattimo), el relato adopta múltiples puntos de vista para intentar recuperar por acumulación la totalidad perdida.
En este sentido, es paradójico que en un momento en el que el “género” se encontraba en pleno auge, haya aparecido un film como Código desconocido (2000) en el que se da una aproximación novedosa, pero sobre todo una clausura definitiva al mismo (la película parece negar por sí sola no la obra, sino la existencia misma de Iñárritu). Si como decíamos, lo importante en estos films era la yuxtaposición de elementos heterogéneos (ya sea mediante el amor o el espanto) que nos hacía creer más que nunca en la dudosa noción de “aldea global” y en la armonización de lo distinto, Michael Haneke parece decirnos que toda comunión es imposible. Si en Babel (2006) los incidentes generaban la ilusión de conexión e interrelación entre las personas, en Código desconocido éstos parecen alejarlos cada vez más unos de otros.




Aunque en su posterior fragmentación el conflicto se torne opaco, el comienzo es paradigmático: un joven venido de una zona rural humilla a una mendiga rumana en un boulevard parisino. Una bella actriz y un joven negro saldrán en defensa de cada uno respectivamente. Las consecuencias no se harán esperar y afectarán –y aquí el punto de vista de Haneke es perspicaz e insidioso- muy diferentemente a cada parte (en este sentido el director austríaco se anticipa no sólo a películas como Dirty Pretty Things (2003) o Le Havre (2011), sino también a la realidad europea en lo tocante a los derechos de los inmigrantes en la grandes urbes). En esta escena Haneke se acerca al film coral: todos los extremos del arco social parecen reunirse, pero como un “McGuffin” bretchniano la escena -aun sin perder ni un ápice de verosimilitud- hace manifiesto el distanciamiento que proponía el dramaturgo alemán, llevando la reflexión del nivel de enunciado a la enunciación y posicionando al espectador ante una determinada posición e(ste)tica. De este modo el incidente será el único momento en el que veamos reunidos a todos los sujetos juntos en un plano (esa es la única similitud que Haneke mantiene con sus contemporáneos); tras él cada uno de ellos seguirá en diferentes direcciones; irreconciliables y a la deriva.
Si con su montaje violento que separa cada viñeta de la anterior, Haneke nos muestra la progresiva disyunción de los sujetos, en el interior de cada escena (compuesta generalmente de lúcidos y elegantes planos secuencias) el sentido tiende a reforzar la idea de aislamiento de los personajes. Ya sea en una pelea conyugal, el ensayo de una película, los preparativos del casamiento de una hija o la relación de un padre y su hijo, lo que prima en todas es la imposibilidad de comunicación entre las partes. En los distintos casos la intolerancia, miedo, desgaste emocional, falta de códigos comunes o sencillamente una déficit cuasi ontológico de la condición humana para relacionarse, es lo que mantendrá a cada sujeto en su mundo, solo, incomunicado, incapaz de generar un encuentro honesto y certero con el otro.
En un contexto de directores misántropos que pueblan los cines de imágenes llenas de violencia y odio sin demasiados reparos morales (Noé, Von Trier, Tarantino o la serie inagotable de escribas hollywoodenses dedicados al terror), el nihilismo freudiano de Haneke es el único que parece tener una suerte de justificación teórica por detrás; porque más allá de que cada una de sus películas contiene una serie de secuencias explícitas difíciles de olvidar (en este caso la humillación verbal de un joven a Juliette Binoche en el subte, digna del más cerebral Peckinpah o el más furioso Bergman), más que un plano concreto, es una idea, una sensación de desamparo metafísico la que nos queda impregnada como resto tras su visionado. Pero esa sensación no es casual, Haneke (como antes lo hicieron Bresson, Bergman o Dreyer) construye conciente y pacientemente esa sensación para que seamos incapaces de olvidarla. Es decir, mientras que el cine contemporáneo con -como decía Deleuze- su violencia arbitraria y su erotismo blando nos va insensibilizando frente aquello que ocurre en el mundo, generando un acostumbramiento inconsciente al horror, Haneke nos devuelve de lleno la violencia intrínseca que esas imágenes inicialmente poseían. Violencia e impotencia como la de esos niños sordomudos que intentan jugar al dígalo con mímica y fracasan miserablemente. La tesis de Haneke es obvia: nosotros somos esos niños.


Sátira y puesta en crisis del héroe y el modo de representación del realismo socialista. La felicidad (Счастье). Dirección: Aleksandr Medvedkin. URSS, 1934. Guión: Aleksandr Medvedkin. Elenco: Nikolai Cherkasov, Mikhail Gipsi, Viktor Kulakov, Lidiya Nenasheva, Yelena Yegorova, Pyotr Zinovyev. Por Natalia Maio: Estudiante del último año de la carrera de Lic. en Artes Audiovisuales de IUNA.

Introducción:
La felicidad (1934) es una película de Alexander Medvedkin producida dentro de lo que fue el cine-tren. Fue estrenada con el título Ladrones, y su tono satírico y la teatralización y el simbolismo de la puesta en escena fueron motivos de censura en un momento en el cual se imponía el canon estético del realismo socialista en la URSS. Fue considerada “película kulak” por la censura stalinista. Eisenstein dirá de ella que no puede quedarse en silencio, ironía que alude al realismo del cine sonoro en detrimento de la “irrealidad” del cine vanguardista de los años veinte. No es menor el hecho de que La Felicidad es una de las últimas producciones del cine mudo. Ella narra la historia del desafortunado Khmyr, un campesino pobre que es obligado por su esposa-caballo Anna a ir en busca de la felicidad, y a no volver sin haberla encontrado. Foka, su saludable vecino, vive feliz porque posee los beneficios de la época zarista, ya que come varenikes sin el menor esfuerzo (los pasteles le llegan volando hasta su boca). El abuelo de Khmyr muere luego de intentar robarle los varenikes a Foka (pasteles que nunca probó, en sesenta años de esclavitud). Foka les da un préstamo a Khmyr y a su esposa Anna para que puedan pagar el entierro, y les cobra, además, los daños realizados en su propiedad. La película comienza con un intertítulo extremadamente significativo en un contexto en el cual se estaba dando el proceso de renovación cultural mediante la imposición del modelo de representación del realismo socialista: “¿Qué es la felicidad?”. El intertítulo nos prepara para las peripecias del desafortunado Khmyr.

Khmyr, el desafortunado:
El protagonista de La felicidad, Khmyr, es un hombre infeliz, contradictorio, y falto de fe en la felicidad, pues no puede vivir a la manera de antes ni a la manera de ahora. Khmyr no es para nada un héroe al modo del protagonista de Chapaev (S.y G. Vasiliev, 1934), un hombre decidido, testarudo y arrogante, ya Khmyr que es un hombre tibio y sin fe. Todos sus intentos por acabar con la pobreza se ven frustrados. El personaje pone en jaque la idea de Anna sobre la felicidad, pues ella cree ser feliz en la granja colectiva. Él, en cambio,  cree que sólo podrán ser libres escapándose del koljoz. “Fuera de aquí soy mi propio jefe, mi propio jefe.” Este diálogo es posterior a la escena en la cual Khmyr intenta suicidarse porque no puede ser feliz, y el ejército zarista, representado con grotescas máscaras idénticas que gesticulan un grito de exclamación, lo detiene. Khmyr es denunciado por el maléfico y saludable vecino Foka, quien advierte a las autoridades: “Si el campesino muere, ¿quién alimentará a Rusia?”.
Luego de ser detenido por el ejército zarista, Khmyr es azotado durante treinta y tres años, fusilado en doce frentes, y siete veces muerto en los Cárpatos, hasta perder la fe en la felicidad. Fue el peor de los aguadores en la granja colectiva. ¿Y cómo no serlo, si hasta la decisión de morir es dirigida por un gobierno superior? Luego, Khmyr es visto trabajar de manera ridícula el trigo robado del koljoz, y uno de los guardianes lo encuentra escondido, se le acerca y le convida un cigarrillo. Pero los ojos de Khmyr delataban su terror: terror por haber robado al koljoz, terror por querer ser libre, por ser un disidente, por no encajar dentro de la sociedad. ¿Acaso otra vez recibiría el castigo?    

Anna, la esposa-caballo:
Anna, la mujer-caballo no es feliz trabajando bajo las normas del viejo modelo agrícola, y logra su felicidad incorporándose en el Koljoz. Anna “fue feliz y floreció” incorporándose en la granja colectiva. Ella es una udarnik koljoziana, es decir, una trabajadora de choque que destaca por su productividad y por los días de trabajo aportados en la granja. Los trabajadores que destacaban eran recompensados dentro del koljoz. Anna es tan feliz dentro de la granja colectiva que disfruta del trabajo y siente la responsabilidad por él. De manera opuesta, Khmyr se siente perdido y desorientado por la falta de fe. El personaje de Anna es aquel que encarna al héroe de la historia (es ella quien quiere rescatar a Khmyr del ejército zarista con el caballo a pintitas, ella quien destaca en la granja, quien, en resumidas cuentas, logra la felicidad). Sin embargo, es representada en la película como una mujer-caballo (ella es quien toma la noria cuando el caballo se niega a trabajar, y quien queda al borde de la muerte por el trabajo forzado). Anna representa al campesino ingenuo predispuesto a los trabajos forzados y al sometimiento en la vida feliz de la granja. A diferencia de Khmyr, Anna no posee espíritu crítico, porque su espíritu es puramente positivo y dispuesto a todo por el cumplimiento de la ley (ella es quien entrega el dinero al sacerdote en el funeral, quien arreglas las deudas con el kulak Foka, quien rescata el carro aguador en la granja). Su responsabilidad la lleva a ser obediente y a no cuestionar la ley, un espíritu ideal y necesario para la hegemonía cultural que se planteaba desde el Partido dentro del modelo de representación del realismo socialista.


Foka, el saludable vecino:
Foka es un kulak saludable y maléfico representado de manera caricaturesca en cuanto a su maldad: al tener dinero vive como un Zar, encerrado en su propiedad resguardada con vidrios en las medianeras y candados, y los varenikes vuelan hacia su boca; al ver que el abuelo se desespera por un varenike, cierra con un candado enorme su casa y le muestra al anciano la llave con despiadada maldad; luego, cobra los gastos realizados a su propiedad anotando los daños en una libreta (al modo de la burocracia de la burguesía, como en Lo viejo y lo nuevo, S. Eisenstein, 1928); pero además, intenta todo tipo de sabotajes al koljoz, e incluso denuncia a Khmyr ante las autoridades zaristas. Foka es el villano de La felicidad, villano que es representado de manera diferente que, por ejemplo, los granujas; pues Foka pareciera poseer un tipo de conciencia diferente a la de los granujas, e incluso se aparece con poderes mágicos (en el jardín de su propiedad los varenikes vuelan a su boca con un truco de montaje que nos recuerda  Méliès). De igual modo que en Lo viejo y lo nuevo, la representación del kulak en La felicidad  pone el énfasis en la propiedad privada y en la falta de piedad de los kulaks. Foka vive encerrado y resguardado por vallas, grandes candados y cerraduras. La diferencia entre Lo viejo y lo nuevo y el film de Mevdevkin radica en la artificialidad de la puesta en escena de La felicidad (por ejemplo, el mutis de “estirar la pata” cuando muere el abuelo, y el “alma” que se desprende de su cuerpo, representada con un humo artificial), frente al realismo (en cierta medida, burlado en escenas como el casamiento vacuno) de Lo viejo y lo nuevo. El kulak, por lo tanto, es un villano ridiculizado, y sus maldades y engaños resultan “sobrehumanos”. Su representación, por lo tanto, no lo coloca como un criminal dentro de la historia, sino más bien como un demonio que viene a molestar a los campesinos y a engañarlos con sus maldades.

Los ladrones y la Iglesia:
El título Los Ladrones (con el cual se estrenó el film), ponía el énfasis en el afán por el dinero tanto de los ladrones simples como de aquellos personajes avalados por la Institución (tales como el pope, el kulak Foka y todos los burócratas que le exigen dinero a Khmyr). Los elementos antirreligiosos se encuentran presentes en todas las películas del cine soviético de los años treinta que retratan la colectivización. A tono con el modo de representación de esos años, los feligreses que piden dinero a Khmyr y a su esposa Anna son mostrados de manera satírica (la fila de los pedigüeños es interminable, y Khmyr se queda sin dinero para la última de la fila, quien en pos de ello le pega un bastonazo en la cabeza). Por otra parte, el burócrata portavoz de la ceremonia muestra su perversión al mirar de reojo el busto que se transparenta en las túnicas negras de las monjas.
Pero en La Felicidad no sólo se juega con el modo de representación del kulak, el pope y los burócratas de la “vieja institución”, sino que además se representa satíricamente a quienes defienden el granero de los campos del koljoz. Los campesinos defienden el granero robado por los granujas arrojándoles todo aquello que han logrado producir durante la cosecha. El guardián del koljoz, al ver el hurto de Khmyr (que arrea la paja inútilmente), lo descubre en su escondite y amablemente le convida un cigarrillo. Es interesante, además, la exclamación de la mujer que acompaña al pope en sus travesías. Al ver que el sacerdote muere, y sorprendida por eso, intenta morir colgándose de las astas de un molino, pero su intento suicida falla y finalmente enciende a escondidas un cigarrillo.
Por otra parte, el ejército zarista que secuestra a Khmyr también es representado de manera satírica (con grandes máscaras grotescas, todas iguales, uniformes, y con la misma expresión). El ejército es la masa confusa que acata las órdenes del Zar. El recurso de situar la acción en el pasado es un artilugio que muchas veces se utiliza para hablar de la acción en el presente. ¿No es, acaso, analogable la situación de Khmyr, quien no puede ser feliz en ese modo de vivir, y quien intenta suicidarse para elegir, al menos, su destino? La frase de Foka resume en unas palabras la gran sátira de Medvedkin: “Si el campesino muere, ¿quién alimentará a Rusia?”

El cine-tren:
La felicidad, por otra parte, es una producción cinematográfica totalmente fuera del contexto soviético por varios motivos: fue producida en el cine-tren, en vistas de una realidad que no era la que el Partido proponía como “verdadera”; fue la última producción del cine mudo soviético (y para algunos críticos, afortunadamente así lo fue); recurre a un tipo de humor que no se manifestaba fuertemente como una crítica social, sino que mediante su ambigüedad queda a medio camino entre el proyecto del “hombre nuevo” y la sátira del mismo. Khmyr, el personaje principal, sufre una transformación en el epílogo final: él logra llevar las vestiduras del nuevo hombre mediante el impulso y la ayuda de su mujer, Anna (la heroína del koljoz). Sin embargo, esta ambigüedad es lo que dio motivos para que la película sea considerada “kulak”, pues su sentido ambiguo no se condecía con los intereses de homologación cultural del Partido. El esteticismo político del modelo de representación del realismo socialista, carente de sentido crítico y fuertemente impuesto mediante la censura, logró dar fin a la era de oro del cine soviético, y acabar de una vez con la continuación del proyecto de la politización del arte impulsado por las vanguardias de los años veinte. El “cine para millones”, que se autoproclamaba popular y accesible para las masas, resultó siendo un arma de control y adoctrinamiento. El programa stalinista acabó por transformar al cine soviético en un cine acartonado y burgués al modo del modelo de representación institucional. Frente a los violentos ataques del partido hacia las producciones artísticas y sus autores, la comedia utilizada por los vanguardistas de los años veinte resultaba ser un lugar seguro, pues hasta el uso del simbolismo resultaba ser un elemento reaccionario y propio de los kulaks. Quizá Khmyr sea un reflejo del protagonista de la novela El Capote de N. Gógol, aquel miserable, despreciado, y olvidado por todos (hasta por el narrador), Akaki Akákievich, quien luego de realizar inútilmente varios intentos de denuncia por el hurto de su capote nuevo, muere sin pena ni gloria, a causa de la enfermedad contraída en esas noches frías de espera. “/Akaki Akákievich/ desapareció, y se perdió un ser a quien nadie amparó nunca, a quien nadie tuvo afecto, por quien nadie se interesó y que ni siquiera llamó la atención de uno de esos naturalistas que no pierden oportunidad de ensartar cualquier mosca común en un alfiler para observarla por el microscopio; un ser que soportó con resignación las burlas oficialescas y descendió a la tumba sin haber realizado ningún hecho relevante, pero que, aunque sólo en sus horas postreras, vio resplandecer su mísera existencia con un rayo de luz en forma de capote.” 

Una vuelta de tuerca a Virginia Woolf. Las horas (The Hours). Director: Stephen Daldry. Basada en la novela homónima de Michael Cunningham. EEUU, 2002. Guión: David Hare. Elenco: Meryl Streep, Nicole Kidman, Julianne Moore, Stephen Dillane, Miranda Richardson, Ed Harris, John C. Reilly, Charley Ramm,Toni Collette, Claire Danes, Jeff Daniels. Por Manuel María Morales Cuesta: Profesor Departamento de Filología Española, Universidad de Jaén (España).




Vale la pena mirar la carátula de la película. Sobre el título, las tres protagonistas aparecen de pie, observando a quien las mire. Meryl Streep lleva gafas, sonríe y sostiene un ramo de flores. Julianne Moore tiene una mirada inexpresiva y, con su mano izquierda, se toca la melena, corta y ondulada. Nicole Kidman no parece Nicole Kidman. Se sabe que es ella porque su nombre aparece justo debajo, junto a los de las otras dos actrices. Está pensativa, preocupada. Su aspecto físico y su mirada son los de la escritora Virginia Woolf.
Siempre me han gustado las historias que incluyen datos de las vidas de escritores reales e interesantes, y más cuando se trata de algún escritor desgraciado; y Virginia Woolf, sin duda, forma parte de ese grupo de artistas hipersensibles que nos han dejado una gran obra y, al mismo tiempo, una biografía desdichada.
Pero para disfrutar en su plenitud de esta magnífica película es más que conveniente una lectura previa de las dos novelas en que se basa. En primer lugar, La señora Dalloway, de Virginia Woolf. Y  después, Las horas, de Michael Cunningham.
Virginia Woolf publicó esa novela en 1925. En ella nos presenta un día de la vida de una mujer, Clarissa Dalloway, que contempla asombrada el mundo. Para ella el mundo es lo que la rodea, lo cotidiano, y lo mira todo como quien acaba de nacer. Su paseo por la ciudad es un festejo para ella. Le interesan los detalles, mejor cuanto más superficiales, y le gusta observar las reacciones de la gente cuando algo pasa. La vida la maravilla y la asusta, y no necesita grandes emociones para que se activen los resortes de su imaginación. La señora Dalloway busca la vida por todas partes, y la encuentra en cada rincón. Necesita de la vida para seguir respirando. La vida, la gente, los detalles de la cotidianidad, son su oxígeno. Ve armonía y belleza en todas partes, porque eso es lo que busca. Y su ansia de plenitud es tan grande que se identifica con todo. La vida para ella es una aventura, una exploración, todo lo ve con ojos nuevos, hasta su propia casa cuando vuelve de dar el paseo.
Clarisa es la ilusión, pero también la desilusión. Es una flor que se abre del todo, pero que también se cierra del todo. Esta es, ni más ni menos, la esencia del personaje, que no es otra que la de la propia Virginia Woolf.
Pues bien. Dicha esencia supo captarla perfectamente Michael Cunningham cuando escribió su novela Las horas, publicada en 1998, y ganadora al año siguiente de los premios Pulitzer y PEN/Faulkner.
Esta novela supone una lúcida vuelta de tuerca al personaje de la señora Dalloway y de la propia Virginia Woolf.
Es peligroso y arriesgado escribir una novela que glosa parte de la vida y de la obra de una escritora real y, a un mismo tiempo, incluye elementos puramente originales nacidos de la imaginación del autor. Pero Cunningham logra salir airoso de este proyecto y escribe una excelente novela que en nada desmerece de su modelo.
Y también Stephen Daldry sabrá “rematar” perfectamente esta especie de cadena intelectual que inició Virginia Woolf, continuó Michael Cunningham, y él supo traducir a unas imágenes que nos presentan, con audacia, los entresijos de la vida y de la creación literaria a través de las historias paralelas de tres mujeres.
Al comenzar la película, lo primero que se ve y se escucha es un  río, el río en el que va a suicidarse Virginia Woolf. El río es muy caudaloso y la fuerza y el ruido de la corriente dan miedo. La acción sucede en Sussex, Inglaterra, en 1941. Virginia se coloca un chaquetón y sale de su casa. Camina deprisa, con expresión furiosa y las manos metidas en los grandes bolsillos del chaquetón. Su firme decisión es más fuerte que su amargura. Nicole Kidman está muy bien caracterizada. Se parece mucho a Virginia Woolf.

  

La película vuelve atrás, un poco atrás. Al momento en que Virginia está escribiendo la carta en que se despide de su marido. Es terrible asistir a esos momentos previos, cuando la decisión ya está tomada, y solo falta la ejecución. Se intercalan magistralmente las imágenes de los últimos instantes de la vida de Virginia, hasta la terrible escena en que la escritora se hunde en el río.
En ese momento, las imágenes se cortan y aparece el título: Las horas.
La película cambia de época. La acción transcurre ahora en Los Ángeles, en 1951. Un marido soso entra en su casa con un ramo de flores, se asoma al cuarto y ve a su mujer dormida. Su mujer es Julianne Moore.
Nuevo cambio de época. Ahora estamos en  Richmond, Inglaterra. Es 1923. Se nos pone en antecedentes de la enfermedad mental que sufre Virginia. Cuando la cámara nos muestra a la escritora en su dormitorio, acostada en la cama y pensativa, se produce un nuevo salto en el tiempo. Ahora estamos en Nueva York. Año 2001. Una mujer llega de la calle y se mete en una cama en la que está acostada Meryl Streep.
Si comparamos la novela con la película, hay que decir que se aprecian algunas inexactitudes en las fechas de las tres épocas en que discurre la acción, lo cual no deja de ser algo intranscendente, sobre todo si estamos atentos a lo realmente importante, que es el ritmo que Michael Cunningham sabe imprimir a su historia a través de continuos flash-backs, lo cuales, en la película, producen auténtico vértigo en el espectador.
Las tres protagonistas aparecen en su cama: Julianne Moore (Laura Brown), Nicole Kidman (Virginia Woolf)  y Meryl Streep (Clarissa Vaughan). Suena el despertador en los tres dormitorios. En las tres épocas. Simultáneamente. A continuación se establece un nuevo paralelismo, pero esta vez solo entre Virginia y Clarissa. Las dos se asean. Las dos se miran al espejo, y las dos ven algo que no les gusta.
Meryl Streep se llama Clarissa, como la señora Dalloway. Ella es Clarissa Vaughan, el alter ego de Clarissa Dalloway; y no olvidemos que Clarissa Dalloway es el alter ego de Virginia Woolf.
Nuevamente aparece Julianne Moore. Su personaje se llama Laura. Sigue todavía en la cama. Es una mujer triste e insatisfecha, que tiene una novela entre las manos: Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf.
Las conexiones entre las tres mujeres –una real e histórica y meros entes de ficción las otras dos - están ya delimitadas.
Aparecen jarrones con flores en las tres casas, la de Virginia en 1923; la de Laura en 1951; y la de Clarissa en 2001. La cámara se asoma a la vida cotidiana de las tres mujeres. Las tres aparecen preocupadas,  pensativas, dubitativas.
A partir de aquí los paralelismos de las vidas de las tres protagonistas serán continuos y caminarán hacia una imposible convergencia; y a través de ellas tres, y de los demás personajes que las irán rodeando, Michael Cunningham con palabras y Stephen Daldry con imágenes, nos hablarán de amor, de desamor, de lo fugaz, de lo cotidiano, del suicidio, de la homosexualidad, de la soledad, de la belleza, de las horas, de la gente, … de la vida.


Llinás, el cine y la literatura. Historias extraordinarias. Dirección: Mariano Llinás. Argentina, 2008. Guión: Mariano Llinás. Elenco: Klaus Dietze, Eduardo Iaccono, Walter Jakob, Mariano Llinás, Horacio Marassi, Agustín Mendilaharzu. Por Esteban Prado: Licenciado en Letras (UNMdP).




IMDB, algo así como la fuente de información oficial del cine en la web, dice que Mariano Llinás dirigió cinco películas, produjo ocho, escribió cuatro, editó algunas y actuó en otras. Entre todas esas películas está Historias Extraordinarias, el equivalente en cine argentino a Los Sorias en literatura. La precisión de este dato, estoy seguro, no pasa porque ambas obras sean realmente las más largas para el cine o la literatura argentinos sino porque después de las cuatro horas sentado frente a la pantalla, después de las mil páginas, todavía se siguen disfrutando. Pero no importa esta película en sí misma ni siquiera el propio Llinás nos interesa particularmente. Mucho menos importa si él es el responsable de esto que nos ocupa, parece que Santiago Mitre puede tener algo que ver y vaya a saber uno quién más (de a poco espero ir espantando a eruditos y datófilos).
Mientras nos ocupamos del cine, hay cierta idea de que la literatura está muriendo, como en La Historia sin fin, donde casi muere la imaginación. Alguien que prefiere no ser nombrado dice que la literatura es un teatro del que todo el mundo se está yendo y nadie se anima a apagar la luz. Ante esta preocupación me imagino un Fogwill relajado, que sabe perfectamente que la literatura no se puede acabar porque, él lo sabía, siempre hubo y siempre va a haber fracasados, pero cierto es que hay una sensación, en la atmósfera, de que la literatura se nos va.
De regreso en el todavía no dicho objeto de este escrito, quiero remarcar que la literatura, en todo lo que tenga de voz y de narración, está presente, del dos mil para acá, en una cantidad de películas considerable: Balnearios (2002); El Amor-Primera Parte (2005); El Humor (Pequeña Enciclopedia Ilustrada) (2006); Historias Extraordinarias (2008); El Estudiante (2011). Con apuestas fuertes, con desafíos a la industria y al INCAA, con producciones fuera de lo común, estas películas comparten algo: un corte de manga a todos los manuales de guión que sostienen que el cine fue hecho para contar sus historias mediante imágenes, de manera exclusiva.
Quiero dejar en claro que existen una innumerable cantidad de películas que utilizan este recurso, se me ocurren Los Sospechosos de Siempre (1995) o Magnolia (1999), muchas películas de Disney y tantas que se me escapan, pero resulta que en estas la narración oral aparece sólo como intro o como cierre nunca como plato fuerte. No conozco ejemplos de narradores en off que recorran de punta a punta una película como sucede en Historias Extraordinarias. Esta película, como dice Alan Pauls en una entrevista a Mariano Llinás, es una “proeza narrativa”. Los hilos se multiplican y el espectador escucha feliz, se deja llevar por la sugestión que producen las buenas historias. Muchos relatos pequeños, microhistorias -la historia de Lola Gallo, la de Salamone, la de las hermanas, la del comerciante de animales salvajes, la del que estuvo en la segunda guerra- se van intercalando entre los tres relatos fuertes que se trenzan durante cuatro horas sin que los personajes se terminen de cruzar nunca.


Historias Extraordinarias hace uso de los recursos cinematográficos, registra luz y sonido, corta y pega, retoca. En general, las alianzas entre luz y sonido suele darse cuando la música entra en la película, convencionalmente, sin que nadie esté tocando un instrumento en escena, y refuerza o altera lo que las imágenes no alcanzan a decir. En esta película, el cruce entre luz y sonido viene dado con otras jerarquías. Porque Llinás se deshace de toda carga que le moleste para contar las historias que componen la película, el relato se arma con imágenes y tres o cuatro voces que lo narran en off, por tramos. Creo que la clave de que se puedan soportar todas las horas que dura -a menos que la urgencia los obligue, la gente no quiere salir del cine en los intervalos- viene dada por el hecho de que uno recupera una forma del relato que creía perdida y que para el cine creía imposible.
Para volver a nuestro objeto, me gustaría hacer un pequeño comentario sobre En Terapia. La serie -primero israelí, luego estadounidense y por último argentina- que de alguna manera, también recupera el relato, psicoanalítico en este caso. Como si después de haber dado la vuelta al mundo en el cinemátografo necesitáramos volver al relato en todo lo que tiene de oral y de voz, con zeta. De alguna manera, las películas que estuve nombrando y la atracción que genera esta última serie, ¿no son una verdadera muestra de la potencia que el relato y la narración, más allá del soporte y los maridajes, siguen teniendo? Para que esta pregunta no quede en el aire, voy a decir que sí, que estoy seguro de que la literatura, más allá de las lloronas y su luto, con papel o sin papel, con voz o sin voz, en mi biblioteca o en la web, en fílmico o en digital, puede prescindir de toda asistencia médica.
PS: Dos días después de escribir este artículo veo Medianeras (2011) de Gustavo Taretto y me vuelvo a encontrar con una voz en off indispensable para el relato cinematográfico. Entonces, otra pregunta, cuando el procedimiento se sature, ¿cuál será la próxima mutación?

Haciendo las paces con nuestro zorro interior. El fantástico señor zorro (Fantastic Mr. Fox). Dirección: Wes Anderson. Basada en la novela infantil El Superzorro de Roald Dahl. EE UU, 2009. Guión: Wes Anderson y Noah Baumbach. Elenco: George Clooney, Meryl Streep, Bill Murray, Jason Schwartzman. Por Ailén Rocío Saavedra: Estudiante de Letras (UNLP).


No dejó de sorprender el hecho de que el siguiente proyecto de Wes Anderson después de The Darjeeling Limited (2007), fuese un film de animación. Y sin embargo, una vez formuladas las palabras, todo cobraba sentido. Más aún al saber que sería la adaptación de una obra de Roald Dahl, Fantastic Mr. Fox, o El Superzorro en la traducción al español: las estéticas eran compatibles.
Anderson, junto con el co-guionista Noah Baumbach, logran transponer la obra de Dahl y darle más complejidad a los personajes del libro, haciendo que la historia deje de ser una fábula para niños, y trate así temas profundos, sin dejar de lado el humor y la particular sensibilidad de las películas de Anderson.
El Señor Zorro es súper. Y mientras que en el texto literario esa cualidad es irrefutable y es la virtud que saca a los personajes de sus problemas, en la película se transforma en un defecto: soberbia y egocentrismo que en lugar de solucionar acarrean más de un conflicto, tanto al interior del protagonista como en su relación con los demás personajes.
Ante la evidencia de que robar gallinas, gansos, pichones y pavos conlleva riesgos demasiado altos, la Señora Zorro le exige a su marido que busque una nueva manera de ganar el sustento, y así el Sr. Zorro se convierte en periodista. Al acercarse a la edad en que su propio padre murió, comienza a preguntarse por el sentido de su vida: “¿Quién soy? ¿Por qué un zorro, y no un caballo, un escarabajo o un águila calva? ¿Y cómo puede un zorro ser feliz alguna vez sin una gallina entre sus dientes?”. En su interior, el lado salvaje puja por expresarse, los instintos cobran cada vez más fuerza.
En un punto de inflexión en su vida surgen las preguntas sobre su esencia, su individualidad, y la relación con sus instintos animales más rudimentarios. Porque sí, cazar gallinas es parte de su naturaleza, pero también es lo que le apasiona. Cuando se ve atrapado en el dilema de dejar aquello que le da sentido a su existencia en pos de la tranquilidad y seguridad familiar, el Sr. Zorro habrá perdido gran parte de lo que conforma su personalidad. Se podría decir que se encuentra en la crisis de los 40.
No se puede decir que no lo haya intentado. Durante dos años (doce años de zorro), todo parece funcionar. Pero entonces, al mudarse a una nueva casa con una magnífica vista de las tres mejores granjas del lugar, con los tres dueños más malvados, la tentación se vuelve demasiado grande. Desarrolla un plan maestro para robar en los tres lugares, y es evidente que eso es aquello para lo que nació. Robar es su razón de ser, y es lo que mejor le sale. Pero claro que los granjeros no se quedan de brazos cruzados, y comienza una afiebrada persecución.

El Sr. Zorro comenzará a tener conciencia de aquello que lo distingue y que hace especiales y únicos a todos los animales que comparten fatalmente el refugio subterráneo, mientras los tres granjeros excavan buscando al zorro de sus desvelos. Cada animal, aparte de ser pediatras, contadores, abogados, agentes inmobiliarios o chefs, es sobre todo, un animal salvaje. En cada uno conviven esas dos partes, y todo se trata de aceptar una y otra.
Pero no solo el Sr. Zorro es un personaje “ampliado” en la película. La Sra. Zorro, por su parte, es una mujer que ha disfrutado de la vida, según el comentario malintencionado de la Rata. Es esposa, y no duda en expresar sus puntos de vista ante su marido. Es ella quien le señala sus defectos. Llega a admitir dolorosamente que casarse con el Sr. Zorro fue un error, a pesar del amor que siente por él; se siente defraudada y desilusionada por su pareja. Pero de la misma manera en que le señala sus fallas, tampoco vacila en ponerse de su lado para la resolución final.
Otro ejemplo es lo que sucede con el hijo del matrimonio, Ash. A diferencia del libro, donde la familia está compuesta por cuatro cachorros, sin distinguir mayormente entre uno y otro, en la película es un hijo único (por ahora) que se siente amenazado por la presencia incidental de su genial primo Kristofferson. Ash se encuentra en los comienzos de la definición de su personalidad, una etapa en la que más que sentirse especial, como todo el mundo le remarca que es, quiere sentirse igual al resto, pero sobre todo, igual a su padre. Esto creará un desajuste en la relación entre padre e hijo. Ambos están en un proceso de aceptación de aquello que los distingue de los demás, aquello que los hace únicos, ya sea ser un tipo no-atlético en el caso de Ash, o ser simplemente un zorro destinado a la caza de gallinas, en el caso del Sr. Zorro.
En el final, esa aceptación de sí mismo queda simbolizada en el encuentro del Sr. Zorro con quien más teme: el Lobo. Porque a pesar de ser “fantástico”, el personaje de la película también siente miedo. Y en ese encuentro hará las paces con su propio temor.
A eso me refiero cuando digo que los personajes de la versión fílmica son mucho más complejos que los del libro, por más bello que éste sea. La película toma la fábula como punto de partida para plantear cuestiones de la vida adulta, de las relaciones entre padre e hijo, de la conformación de la propia personalidad, la aceptación por parte de los demás y de uno mismo. Hace una verdadera apropiación de la obra literaria, dejando a un lado el estéril concepto de “fidelidad”, se despoja de esa presión y hace una lectura.
Todos estos son temas propios de los trabajos de Wes Anderson, quien supo adaptar, adoptar esta historia, hacerla propia, narrarla a su manera, a la vez que contó otras cosas que no estaban en la fuente. A fin de cuentas, eso es lo que debe hacer una “buena adaptación”.

Bonus track. Extracto del libro Woody Allen. Escritor y cineasta por su autor, Jorge Fonte (Ed. La Página, 2012).

  

En junio de 2008, el periodista Antonio Peláez, de Radiocine, se puso en contacto conmigo y me propuso dar una conferencia sobre Woody Allen en el Centro Cultural Príncipe de Asturias (Madrid) dentro del marco de una semana dedicada a la literatura. Durante la confección de dicha conferencia, y ante la gran cantidad de material que estaba desechando (pues sólo tenía una hora de tiempo para la charla) me di cuenta que de aquello podría (y debía) salir un buen libro.
Ese fue el origen de Woody Allen. Escritor y cineasta.
Como es bien sabido por todos, Woody Allen es –tal vez- el cineasta más inteligente de los últimos años. Un hombre con una verdadera necesidad de auto alimentarse culturalmente, un lector empedernido cuya curiosidad intelectual no tiene límites. Intentar plasmar toda esa erudición en un libro se nos antojaba una empresa harto complicada (y, puede que, en más de una ocasión, algo engorrosa para el lector). De ahí que la idea de este trabajo, pues, no sea indagar en las influencias literarias que encontramos en los textos y en las películas de Woody Allen sino más bien la presencia, las referencias directas a autores, poemas, novelas o dramas teatrales que hay en sus obras (ya sea para la gran pantalla como para un escenario de Broadway). En este sentido, no nos interesa sólo si títulos como Interiores o Hannah y sus hermanas al estar centradas en la relación entre tres hermanas están directamente inspiradas en Antón Chéjov (por ser un tema clásico y muy recurrente en la obra de este escritor) sino en las veces y la forma en la que un personaje de la película nombra o menciona al autor ruso. Aunque, sin embargo, haremos una excepción en el caso de Septiembre, una película tan profundamente chejoviana que, como veremos, precisa de un análisis más concreto.
Tampoco queremos especular sobre si hay influencias directas (o indirectas) del estilo literario de tal o cual autor en tal o cual película, sobre todo sin que haya una constatación del propio Woody Allen que afirme tal cosa. No, el germen de este libro no es tan ambicioso. Lo que nosotros queremos reflejar aquí no es la influencia de la literatura en la obra de Woody Allen, sino su presencia. Y para ello lo hemos dividido en tres partes: una primera, biográfica-introductoria, donde analizamos su formación como escritor y sus gustos literarios; una segunda en la que nos adentramos ya en su obra propiamente dicha, primero en sus relatos cortos y después en sus obras de teatro; y, por último, cerramos el libro con el capítulo que, a nuestro entender, es el más interesante, ya que en él nos detenemos a contar con detalle, una por una, todas las citas literarias que aparecen en sus películas, así como a analizar su contexto y reproducir, en la medida de lo posible, la obra original y una pequeña biografía del autor citado.
Al Woody Allen actor, director -incluso al músico de jazz- lo conocemos todos muy bien. No en vano es uno de los cineastas más famosos de los Estados Unidos sobre el que, a lo largo de los años, se han escrito cientos de libros, artículos y ensayos analizando hasta los aspectos más íntimos de su vida (y de su obra). Sin embargo, esta vez vamos a intentar acercarnos a una de sus facetas más importantes (pero más desconocidas también): la de escritor.
Allan Stewart Konigsberg nació el 1 de diciembre de 1935 en una pequeña casa del Bronx, en Nueva York. Pese a haberse criado en el marco de una familia judía de clase media, siempre mostró un prematuro interés hacia todo tipo de representación artística y cultural. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su verdadero talento estaba en el humor, en hacer reír a los demás, en contar una serie de historias y chistes que gustaban a todo el mundo. Así que un buen día recopiló alguno de esos chistes (los que le parecieron más divertidos) y se los mandó a su primo Phil Wasserman, que trabajaba como relaciones públicas en Nueva York. Asombrado por la calidad y brillantez de muchos de ellos, Wasserman lo animó a que siguiera haciéndolo y le sugirió que diera un paso más y se los enviara también a varios de los columnistas de sociedad que escribían sus crónicas en la prensa de Manhattan, por si alguno de ellos quería publicarlos. Ante tal nueva perspectiva, y con tan sólo dieciséis años, el joven Allan Stewart Konigsberg decidió cambiar su nombre por uno que, a su entender, pudiera encajar mejor dentro del mundillo del espectáculo. Entonces, pasó a máquina una serie de chistes que firmó con el seudónimo de Woody Allen y los mandó a varios periódicos. No tuvo que esperar mucho para comprobar que su primo tenía razón y que eran lo suficientemente buenos como para que los usaran. En concreto, su primer chiste se publicó en la columna del famoso periodista Walter Winchell el 25 de noviembre de 1952. Tras él, los siguientes en utilizar su material de forma regular fueron Nick Kenny, un columnista del Daily Mirrow y Earl Wilson en el New York Post. Aunque respetaron su nombre nunca le pagaron por publicar esos chistes.
Al poco tiempo, eran los propios columnistas quien empezaron a pedirle material nuevo cada vez con más frecuencia por lo que Woody Allen decidió profesionalizarse en la medida que un chiquillo menor de edad podía hacerlo y comenzó a trabajar, por 25 dólares a la semana, para el agente de prensa David O. Alber. En los casi dos años y medio que Allen trabajó allí calcula que llegó a escribirle unos 20.000 chistes. “No entendía nada de lo que sucedía a mi alrededor. Tenía 17 años y ganaba más dinero que mi padre y mi madre juntos, más de lo que habían ganado en toda su vida” (Woody Allen, en el libro “Woody Allen por sí mismo” de Richard Schickel, 2005. Pág. 87).
Y la cosa aún fue a más cuando, a mediados de 1955, la cadena de televisión NBC le ofreció un contrato de 180 dólares semanales para que ingresara en su programa de adiestramiento de nuevos guionistas. El programa estaba dirigido por Tad Danielewski y desde allí, Allen empezó a escribirles sketchs y monólogos a showmans tan conocidos como Sid Caesar, Garry Moore o Ed Sullivan.
Danny Simon (hermano del famoso dramaturgo Neil Simon) trabajaba en los estudios de la NBC en Hollywood produciendo un programa de televisión llamado The Colgate Variety Hour y quiso contar con la participación de Allen. En aquel momento para Simon también empezaban a trabajar otros escritores cómicos como Mel Brooks, Carl Reiner y Larry Gelbar con el que Allen escribió el guión completo de tres programas para televisión (dos para Sid Caesar y uno para Art Carney). El caso es que enseguida destacó entre el resto de los jóvenes guionistas de la NBC. “Danny me inculcó de la manera más dura –aunque era muy amable- lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer cuando se escribe. Me enseñó que lo bueno de un buen chiste es la frase directa. La frase directa es lo que hace que el chiste de un autor sea mejor que el de otro autor, porque una frase directa no forzada rinde mejores resultados. Una frase directa forzada sólo provoca un poco al público. No se hace una frase directa porque sea divertida, sino porque es la frase correcta en ese momento, y sólo entonces se hace un chiste con ella; entonces el chiste es bueno” (Cit., 103).
Pero para entenderlo mejor, pongamos un ejemplo (o dos). Esto es un fragmento de un monólogo escrito por Allen durante aquellos años y que luego formó parte de sus actuaciones cuando se hizo cómico de night-clubs entre 1962 y 1968: “Disculpen un momento, pero es que debo comprobar la hora. Aquí son muy puntillosos respecto a la hora y, por lo que oigo ahí detrás, parece que la orquesta ya ha empezado a preparar sus instrumentos. No sé si ustedes lo verán, pero este es un reloj muy elegante. Tiene incrustaciones de mármol. Creo que me da un aire italiano. Me lo dio mi abuelo en su lecho de muerte. Y a muy buen precio.” Se trata de un chiste que se va construyendo poco a poco, llevando al espectador hasta donde el cómico quiere en una historia en principio sin el menor interés (o gracia) para asestarle un golpe final, un giro que nadie espera y que es precisamente donde radica su humor. Otro buen ejemplo podría ser este, perteneciente a un relato corto escrito 40 años después del anterior, lo cual nos demuestra que Allen ha seguido utilizando esta técnica a lo largo de toda su carrera: “Antes de trabajar para los Washburn, Comfort Tobias susurraba a los caballos en un rancho de Texas, pero sufrió un colapso nervioso cuando un caballo, en respuesta, le susurró a ella.”
Buena parte del tremendo éxito de Woody Allen radica, sin duda, en que solamente utiliza material propio. Desde el principio, escribió sus propios chistes por lo que –pese a todas las influencias que pudiera tener- siempre ha sido un humorista absolutamente original. Y es que, en esencia, el secreto del humor de Woody Allen está en el propio Woody Allen, en la imagen que transmite como un pequeño hombre pelirrojo y tímido. Se trata de un ser humano totalmente urbano y sumamente nervioso, que nos cae bien nada más verlo. Habla de forma rápida y entrecortada, pero siempre inteligentemente. No repite frases, no hay redundancia en sus palabras. Nos gana con sus anécdotas de la vida cotidiana narradas con mucha gracia y elegancia. Sabemos que no nos va a sorprender con nada ordinario ni inapropiado, nada soez o de mal gusto. En este sentido, su humor es rápido e inteligente, extraordinariamente original y ocurrente, con constantes referencias a artistas y escritores de muy alto nivel intelectual. De hecho, usa un lenguaje culto y sus chistes son, de algún modo, algo elitistas ya que en muchas ocasiones toma como referencia aspectos o anécdotas que no son del dominio público y que solamente si dominas mucho el arte, la música o la literatura los puedes entender.
Y, como decíamos, aunque se meta con el judaísmo, el sexo, el matrimonio o el psicoanálisis siempre lo hace con mucho tacto y buen gusto. No insulta a nadie, nadie se puede sentir ofendido de sus chistes. “Estaba enamorado, pero no pude casarme con mi primer amor porque por entonces corrían tremendos conflictos religiosos. Ella era atea y yo agnóstico, de modo que no nos pusimos de acuerdo sobre en qué religión no íbamos a educar a nuestros hijos.” (Monólogo de Woody Allen: The Night-Club Years, 1964-1968).
La obra literaria de Woody Allen la podemos dividir claramente en tres grandes grupos: los cuentos cortos, las obras de teatro y los guiones cinematográficos. Lo primero que tenemos que apuntar es que, básicamente, su estilo literario –tanto el que se refiere a sus relatos cortos como a sus obras de teatro- no dista demasiado del empleado en sus guiones, de hecho siguen siendo sencillas historias contadas con mucho humor y una buena dosis de ironía. Sus chistes mantienen la misma estructura básica y juegan con las mismas armas. Hasta tal punto que realmente no hay, no encontramos, excesiva diferencia entre un guión, una obra de teatro o un relato corto. Toda su obra destila un humor culto y al mismo tiempo destornillante. En sus relatos predomina el absurdo, la parodia y el sarcasmo, todo ello abordado desde el ingenio chispeante y la precisión en los gags, que tanto le debe a sus autores preferidos, como S. J. Perelman, George S. Kaufman y, por supuesto, el gran Groucho Marx.  

Comentarios

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