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Publicación bimestral. ISSN Nº 1851-4855. Año 11 Número 58.Mayo de 2017.

Entre engaños y muerte. La presencia femenina en el policial argentino Tuya. Tuya. Dirección: Edgardo González Amer. Basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro (2005). Argentina 2015. Guión: Edgardo González Amer. Elenco: Andrea Pietra, Jorge Marrale, Juana Viale, Ana Celentano, Malena Sánchez. Por Jimena Bracamonte: Licenciada y Profesora en Español como Lengua Materna y Lengua Extranjeras (Facultad de Lenguas, UNC) y maestranda en lenguajes e interculturalidad (UNC).


Porque en definitiva, y por más que a una le pese,
a toda mujer, en algún momento, le meten los cuernos.
Es como la menopausia, puede tardar más o menos,
 pero ninguna se salva. (Piñeiro, 2005:9)

Desde hace ya unos años, en el género policial literario argentino puede observarse un interesante fenómeno: la presencia de mujeres tanto como escritoras, como detectives o como asesinas. Así, en 2005 la novelista Claudia Piñeiro publica Tuya, texto que coloca a Inés, una ama de casa de clase media, en el rol de investigadora al descubrir que su esposo Ernesto la engaña, inaugurando una investigación en torno a los romances de su marido con su amante, Charo o Tuya y también con su secretaria, Alicia. En la novela Inés, que es también madre de Lali una adolescente de 17 años, además de investigar las infidelidades de su esposo se convertirá en cómplice del asesinato de la secretaria de su esposo en manos de él mismo y en la asesina de la real amante, Charo para acabar con las mujeres que amenazan a su familia.
Diez años después de la publicación del libro de Piñeiro, esta historia fue llevada al cine de manera fiel por Edgardo González Amer e interpretada por conocidos actores argentinos: Andrea Pietra en la piel de Inés; Jorge Marrale interpretando a Ernesto, el esposo infiel y Juana Viale, Tuya o Charo, la amante. Sin embargo, quien particularmente atrae nuestra atención es Inés, la protagonista engañada que también es para nosotros, la detective. En palabras de Iván Cerezo “el ingrediente fundamental” y que etimológicamente implica ser quien “quita la cubierta”. De allí que consideremos que Tuya ofrece un lugar privilegiado para repensar en rol de la mujer engañada dentro del género policial y dentro de la sociedad argentina contemporánea.
Es en este sentido en el que nos preguntamos ¿Será que en esta historia el accionar investigativo de Inés sirve para  refractar todo un orden del sujeto femenino contemporáneo que sus propias vicisitudes experiencias personales dan cuenta?
Tzvetan Todorov ha postulado en un decálogo que una de las reglas del policial supone que el detective es inmune: nada puede pasarle durante el tiempo en el que tiene que restablecer el orden. Este aspecto nos permite interrogarnos sobre la posibilidad de que este sea uno de los rasgos que se rompe en Tuya. Creemos que será la inmunidad un punto de fuga ya que estamos en presencia de un sujeto femenino que sufre infidelidades de su esposo y que, en consecuencia, cambiará su modo de actuar para enfrentar la penosa y peligrosa situación e intentar mantener la familia.



Inés se convierte en investigadora desde el momento en el que descubre otra infidelidad de su esposo. Desde allí, comienza para ella un arduo trabajo de campo en el que se expondrá e incluso arriesgará su libertad al volverse encubridora del accidente que Ernesto tiene con Alicia, su secretaria. Ambos, al menos en apariencias, intentarán ocultar la muerte para procurar la libertad del sostén de la familia.
A partir de ello, el caos hace mella en Inés que, si bien fue engañada en otras oportunidades, teme porque esta relación pueda destruir a la familia poniéndole fin a la unión que aparentan tener. La presencia de Charo implica un riesgo que se muestra exacerbado en la película porque la representa Juana Viale, una hermosa y joven mujer que difiere de las caracterizaciones literarias de Piñeiro, pero que no deja de ser peligroso para una mujer que ha pasado la barrera de los cuarenta.
En el universo de lo femenino, la familiaridad, la conyugalidad y la maternidad implican una especie de inmanentismo en la mujer. En este sentido, los hombres se vuelven destinatarios del amor y las mujeres las agentes de este. Hecho que coloca al sujeto masculino en una posición central dentro de la familia y de la sociedad. Ante esto, a la mujer solo le queda ocuparse de espacios físicos, prácticos y simbólicos que podemos denominar privados. Entonces, la estructura familiar queda bajo el dominio masculino y la mujer entrega su vida a la mantención de la familia. En suma, el amor femenino al hombre le da poder.
Esta situación que el director González Amer nos pone en un filme del 2015 cristaliza una situación que Simone de Beauvoir planteó en 1948: las mujeres son “seres-para-los-hombres”. En esta línea de ideas, creemos que Inés es para Ernesto y por eso la infidelidad se vuelve una amenaza a controlar y ante la cual se despliega una rigurosa actividad investigativa. Ella no puede controlar la infidelidad, y es justamente esto lo que inaugura su plan macabro que termina con la muerte de Charo.
Podría pensarse que si Inés fuera realmente inmune, incluso luego de las pistas recolectadas que confirman la relación de Ernesto y Charo, ella podría no haber matado a la mujer. Porque, a fin de cuentas, no era la primera vez que sufría una infidelidad y que la perdonaba. Es una mujer desbordada porque su familia se derrumba y ve en la muerte de quien causa los problemas, la única salida para resolver los conflictos.


El clan Panero: la leyenda épica. El desencanto. Dirección: Jaime Chávarri. España, 1976. Guión: Jaime Chávarri. Elenco: Leopoldo María Panero, Juan Luis Panero, Michi Panero, Felicidad Blanc.
Después de tantos años. Dirección: Ricardo Franco. España, 1994. Guión: Ricardo Franco. Elenco: Leopoldo María Panero, Juan Luis Panero, Michi Panero.
Por Keila Del Fiore (Estudiante de Letras, Ayudante Estudiante en Literatura y Cultura Europeas II, UNMdP).


De formato documental, las películas El desencanto (1976) de Jaime Chávarri y Después de tantos años (1994) de Ricardo Franco tienen en común haber puesto el foco en la historia biográfica de la familia Panero. Chávarri –mediante la presentación, principalmente, de conversaciones entre los Panero– pone en escena una suerte de retrato de una familia española con características particulares. Familia de poetas y escritores, de encuentros y desencuentros, de ideologías en pugna.
Al mismo tiempo –como diría el mismo Chávarri unos cuantos años después, en una entrevista– la película se constituyó también como el retrato de una época, de una sociedad y a su vez, de una institución: la familia. Como integrante del clan Panero, hay un gran ausente: se trata de Leopoldo Panero padre. Poeta que es recordado mayoritariamente como “el poeta del franquismo”, por los cargos oficiales que ocupó en esa época. Han pasado catorce años desde su fallecimiento y aun así, su figura emerge en esta película como el gran protagonista y a la vez espectador de los dichos de sus hijos –Juan Luis, Leopoldo María, Michi– y de su esposa, Felicidad. La reflexión sobre el padre es constante. Su imagen ronda la película como si fuera una sombra que persigue al resto de los Panero.
El desencanto comienza con las imágenes del acto en conmemoración de los doce años del fallecimiento de Leopoldo Panero padre, realizado en Astorga, su ciudad natal. El ojo de Chávarri se centra en la imagen de Felicidad, acompañada de dos de sus hijos: el mayor y el menor. El ausente en este caso es el del medio, Leopoldo María. Más adelante, ingresará en escena Luis Rosales, gran amigo y compañero del difunto. El acto tiene como objetivo la presentación de una estatua del poeta fallecido. Esta imagen de la estatua, todavía cubierta con una manta, se repetirá en la película dos veces: en el comienzo y en el final. La estatua tapada no aparece sola: la acompaña una fotografía de Felicidad Blanc junto a sus hijos. Esta contraposición se hace presente en todo el film. “Si hay algo que conocí después de la muerte de mi padre es a Felicidad Blanc” –señala el hijo menor, Michi. La reflexión en torno a la figura de la madre –pre y pos Leopoldo Panero– vuelve una y otra vez. “Mi madre era un ser muy silencioso”, agrega Michi. “Mi madre era una señora que estaba a la sombra del gran dictador”, señalará Juan Luis unos años después, en la película de Ricardo Franco. Aun así, su imagen resulta muy interesante en relación con otro de los hijos. “Mi madre también fue la causa de mi desastre, como yo también fui la causa del desastre de ella”, sentencia Leopoldo María. El caso del hijo del medio es uno de los más llamativos si se tiene en cuenta la figura de autor que se ha podido construir alrededor suyo. Sus continuas estancias en hospitales psiquiátricos y su relación problemática, tanto con el padre como con la madre, han contribuido a pensar en un Panero irreverente, provocativo y también –por qué no– incomprendido. Y todo esto, y más, emerge, casi inevitablemente, en su poesía de una manera notoria y oportuna. La aparición de Leopoldo María en el film se produce recién en la segunda mitad. Es posible acordar con Jaime Chávarri que la película no hubiera sido la misma sin él. Felicidad comenta: “Veía con cierto temor la literatura en mis hijos”. Frente a lo cual, Leopoldo María explica –en una paráfrasis de Antonin Artaud– “Todo goce empieza en la autodestrucción. Yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”. Y más adelante, con un sentido casi trágico, agrega: “Mi madre nos convierte en sinónimos de lo peor de mi padre”.
Reflexión aparte merece el título de la película. El director diría, tiempo después, que su intención había sido mostrar las rarezas de una familia que podría generar en el público un reconocimiento. El desencanto de la figura del padre. De la madre también. Aun así, Michi apunta: “para desencantarse primero hay que haber estado encantado. Y creo que nunca lo estuvimos”. El film también fue entendido de alguna manera como “el desencanto de la democracia”, como una metáfora del fin del franquismo. Esto cobra sentido si se tiene en cuenta que efectivamente la película se filmó un año después de la muerte de Franco, en plena etapa de la llamada transición hacia la democracia. Quizás lo más acertado sea entenderla como el desencanto de la institución familiar, de la leyenda épica de los Panero.


Después de tantos años –que inicialmente se iba a llamar “El desconcierto”– puede entenderse como una suerte de continuación o segunda parte de El desencanto. Esta película, a diferencia de la primera, pone en escena a los hermanos Panero, pero esta vez de manera separada. La madre Felicidad ya ha fallecido, Leopoldo María se encuentra en el manicomio de Mondragón, Michi vive en Madrid y Juan Luis en Cataluña. El tono de la película es inevitablemente más melancólico y nostálgico. El primero que aparece en escena es Michi. Su estado parece muy deteriorado y se encuentra muy enfermo. A partir de aquella frase –“¡pero si éramos tan felices!”– que él habría repetido muchos años antes a propósito de la muerte del padre, con cierta tristeza reflexiona: “ni era bonito entonces, ni es bonito ahora y posiblemente sea mucho peor pasado mañana. Siempre se mitifica el pasado”. En esta ocasión, como se advierte en sus palabras, aparece un Michi más introspectivo y pensativo. Su visión está indudablemente atravesada por el paso de los años y la presencia siempre inevitable del círculo familiar. “En mi vida hubo dos cataclismos: uno fue la muerte de mi padre. El otro, la historia de Leopoldo”, agrega. La relación con el hermano del medio se vuelve un tema constante en esta segunda película. La locura aparece como hecho central, como eje de acercamiento y alejamiento entre los hermanos. “La mayor injusticia es estar loco”, apunta Leopoldo María desde el manicomio, “en definitiva ser loco o no ser loco es tener o no tener amigos”. La soledad del poeta, la ausencia de la madre fallecida, el deseo de recibir visitas, “chocolatinas”, entre otras, brotan casi trágicamente en sus palabras. Y aun así, sentencia: “me he prohibido todas las emociones, nadie quiere a un loco”. No obstante, a pesar de la distancia entre los hermanos, Ricardo Franco logra hacia al final un encuentro entre Michi y Leopoldo. El ojo del director consigue captar esa cercanía que persiste, más allá de todo.
En definitiva, ambas películas permiten ver en escena una familia que, como señala Chávarri, parece que hubiera nacido para interactuar delante de una cámara. Excéntricos y a la vez un poco taciturnos, los hermanos Panero se encuentran absolutamente inmersos en una historia familiar sombría de la que no pueden escapar. Y así, Leopoldo, con casi 30 años, decía ya en El desencanto: “En la infancia vivimos y después sobrevivimos”.


La luz prodigiosa. Dirección: Miguel Hermoso.  Basada en la novela homónima de Fernando Marías. España, 2003. Guión: Fernando Marías. Elenco: Alfredo Landa,  Nino Manfredi,  Kiti Mánver,  José Luis Gómez,  Iván Corbacho, Sergio Villanueva,  Mariano Peña. Por Facundo Giménez: Becario doctoral de Conicet.



La desaparición del poeta Federico García Lorca ha motivado, por su carácter ya icónico, una serie de interrogantes que no han dejado de crecer. ¿Cuáles fueron las condiciones de su muerte? ¿Dónde está su cadáver? ¿Qué motivos movilizaron su asesinato? Las incógnitas por el crimen del escritor granadino parecen enviarnos, una y otra vez, al camino de Viznar a Alfacar, donde se cree que fue enterrado en una fosa anónima, y en la medida en que su cuerpo no ha sido todavía hallado es probable que sigan proliferando. El film La luz prodigiosa (2003) de Miguel Hermoso, adaptación de la novela homónima (1992) de Fernando Marías, forma parte de este derrotero. Tanto la historia de la novela como la de la película indagan en este episodio traumático de la historia reciente española, aunque como veremos de dos formas muy distintas.
La novedad que agregan ambas obras no carece de cierto interés: ¿Qué pasaría si el autor del Romancero Gitano estuviera vivo? ¿Qué, si fuera uno de los tantos “mal fusilados” de la Guerra Civil? ¿Y si el cuerpo del muerto caminara vivo entre los vivos? Este es el hallazgo que nos muestra tanto Marías como Hermoso: Federico García Lorca ha sobrevivido a su fusilamiento pero como ha perdido la memoria no sabe quién es. Este insólito descubrimiento abrirá una vía de lectura inédita del asesinato de Lorca y al mismo tiempo pondrá en tela de juicio las múltiples interpretaciones que fueron tejiéndose durante décadas. Además, esta conjetura ubicará al lector y al espectador en la posición de preguntar sobre la memoria histórica.
No creo que sea interesante detenerse en las diferencias formales implicadas en la transposición. Al respecto, podríamos demorarnos en la anulación del relato enmarcado, hecho por el film, o en la supresión de ciertos detalles escatológicos, poco amigables con la audiencia de Hermoso. Lo que creo que debe ser resaltado es el cambio de tono que existe entre una y otra. Es, en este punto, que podemos detectar dos modalidades distintas de recuperación de la memoria. Llamativamente, la presentación de la misma historia pone en juego dos formas de la aparición del evento traumático. En otras palabras, la pregunta que podemos hacernos es por qué Hermoso lee como algo gracioso, algo que en la novela de Marías aparece de forma siniestra.
La interrogación sobre Federico García Lorca, efectivamente, adquiere una modulación distinta en la novela que en la película. La razón de este cambio de tono parece ser histórica. Es que, como resulta lógico, no era lo mismo preguntarse por el poeta granadino a principios de los noventa que hacerlo ya entrado el siglo XXI. La recuperación de la memoria traumática, tal como creía Dominick LaCapra, es procesual; requiere tiempo, implica vaivenes; se oculta a veces, se repite compulsivamente otras, se acepta finalmente; en otras palabras, está sujeta a los procesos de duelo y melancolía colectivos. El caso de la Guerra Civil española (1936-1939) estuvo signado, en principio, por la versión triunfalista del Franquismo que se extendió durante décadas y generaciones, y luego, con el arribo de la democracia, por una amnesia colectiva que, en aras de la conciliación nacional, dispuso, en palabras de Francisco Espinosa, una política del olvido” (1977- 1981) y una “suspensión de la memoria” (1982-1996). La novela de Fernando Marías, por lo tanto, parece traer de vuelta la pregunta por los crímenes del franquismo. La figura de Lorca, emblemática ya por entonces en el plano internacional, funciona menos como un caso particular –una ficcionalización de la institución jurídica del habeas corpus- , que como una recuperación del tono interrogativo. Preguntar por el poeta desaparecido es revivir al muerto, señalarlo como vivo, remover el espacio de su amnesia e indicar, en todo caso, que la sutura –el olvido, ese mirar hacia adelante que propugnaron las Leyes de Amnistía firmadas en 1977- deja todavía ver una herida que no ha cicatrizado. La novela, en este sentido, se rige por un principio de cautela, de sospecha, que busca por lo tanto dejar abierta la interrogación: ¿Es realmente Lorca? ¿Vive realmente?


En todo caso, la vuelta del muerto -esa catábasis a la inversa-no deja de entrever un espacio siniestro. Freud definía esa sensación como la vuelta de lo familiar de forma trastocada. La figura del poeta del Cante Jondo, quieto en una juventud martirizada, siempre estuvo circulando en el imaginario de la Guerra Civil, un poco ajena a los vaivenes históricos del conflicto. Es por ello que su regreso se transforma en una hipótesis abrumadora, que es puesta bajo sospecha constantemente, que motiva un juego de perspectivas y que nunca acaba de ser corroborada. Vuelve el que nunca se fue, pero viene transformado. El rostro envejecido de García Lorca, la cara tocada por una bala, su cuerpo respirando el aire de los vivos, resultan insoportables. ¿Qué había antes de la pregunta por la memoria? El silencio que defendía a los muertos de su muerte una vez roto se vuelve difícil de digerir, como la esperanza –la esperanza de que viva, por ejemplo- cada vez que la pronunciamos nos vuelve, si no más cínicos, quizá un poco más desconfiados.
La película de Hermoso ya no pregunta, o por el contrario, cambia el tono de la pregunta. Evidentemente, la década del noventa había acabado por poner sobre la mesa la cuestión de la memoria histórica. Una novela polémica y notable, como Soldados de Salamina (1996) de Javier Marías, inició una verdadera catarata de narraciones históricas, que bien justificaron el sarcasmo con que Isaac Rosa, diez años después, titularía su libro:  ¡Otra maldita novela de la guerra civil! (2007). Los círculos académicos, a su vez, tomaron la posta iniciada por esta narrativa y fue en 2000 –más de sesenta años después del final del conflicto- que se realizó la primera identificación genética de un fusilado del franquismo y que, además, se habló de estos casos utilizando la palabra “desaparecido”. Para entonces, la memoria histórica atravesó un momento de boom de mercado –no solamente editorial-, es decir, se volvió una temática rentable para las industrias culturales. Este proceso de marketinización de la memoria acabo por diluir su peso traumático, imponiendo un adelgazamiento de la trama histórica que la volviera presa fácil de la televisión, del cine y de las editoriales. Esta banalización acabo por imponer una serie de lugares comunes sobre la Guerra Civil Española; en otras palabras, construyó una suerte de iconología en la que abrevaron los diversos productos, por lo general de una mirada simplista y maniquea. Es de esta forma que podamos entender, por ejemplo, el celebrado barroquismo del film El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro, que al repertorio -para entonces, gastado- de la Guerra Civil le superpone un fantaseo parcialmente mitológico. 
La película de Hermoso sigue la estela del fenómeno que describíamos antes. En este sentido, la construcción de la narración apunta a un público masivo y prefiere antes que la interrogación que destacábamos en la novela de Marías, una dinámica del suspenso y del efecto. De allí que podamos comprender que el descubrimiento de García Lorca se desplace de lo siniestro a lo humorístico. La interpretación de sus personajes parece orientar al público hacia la consecución de ese efecto: Alfredo Landa repite un estilo inocente y limpio –y a veces homofóbico y sexista- idéntico y comparable al del “landismo” del tardofranquismo, Kitty Mánver recrea un estereotipo de mujer inescrupulosa e irresistible y, finalmente, Nino Manfredi encarna a un García Lorca torpe que nos recuerda, paradójicamente, al cine mudo.
En este mundo, la aparición de Lorca no es preocupante, sino más bien nostálgica. La música de Ennio Morricone es agotadoramente incidental y estructura una armonía que excluye la incomodidad. Es la conciliación que se dicta de fondo, su elevación al cielo de lo universal, y quizá por eso sea que no resulte conflictiva la interpretación del poeta resucitado por parte de un actor que ni siquiera habla español.  La figura de Federico García Lorca es algo que no avergüenza: la aparición de su cuerpo, por el contrario, acaba siendo la constatación de la fantasía de que España tiene a un gran poeta y que no lo han asesinado, o por lo menos, no tanto.  Por ello, su descubrimiento se transforma en un recorrido de su vida, del Lorca poeta, del Lorca músico, del Lorca homosexual. Es un museo, en el sentido más turístico del término, al que todos deberíamos ir.
La memoria se ha convertido en un commodity, otro bien de la industria cultural. La mercantilización de la memoria cierra el tono de pregunta de la novela de Marías; la banaliza. El personaje de Adela es el paradigma de esta memoria, una mujer inescrupulosa que quiere vender la aparición de Lorca, que lo arrastra al lugar de su fusilamiento y que lo vuelve a ejecutar, esta vez con un los flashes de una cámara aparatosa. Es un personaje despreciable, pero sincero. Hermoso, sin embargo, parece resistirse a este escándalo y al final, todo resulta gracioso, emotivo y tranquilizador. Y es claro lo que motiva esta elección: su versión de los hechos busca menos enfrentar el pasado que proveer un consuelo. Sea como fuera, el tono ha cambiado, pero el muerto sigue allí, entre los vivos.


La despolitización del arte. El Rinoceronte (Rhinoceros). Dirección: Tom O'Horgan. Basada en la obra de Eugene Ionesco.  EEUU, 1974. Guión: Eugène Ionesco, Julian Barry. Elenco: Zero Mostel,  Gene Wilder,  Karen Black,  Joe Silver,  Robert Weil,  Marilyn Chris, Percy Rodrigues,  Don Calfa,  Lou Cutell,  Howard Morton. Por Rocío Belén Rivera: Profesora y estudiante en Artes (UBA).
“Berenguer: - La soledad me pesa. La sociedad también...
Jean: - Te contradices. ¿Es la soledad lo que te pesa o es la multitud?
Te tomas por un pensador y no tienes ninguna lógica.”
Eugéne Ionesco, El Rinoceronte (1960), Acto I, Cuadro I.


                                                                  
Ionesco es uno de los autores teatrales más importantes del siglo XX. A través de un dominio del lenguaje, al que hace jugar con lo absurdo y lo paródico, este autor ha sabido embeber las páginas de metáforas, reflexiones y denuncias del clima político y social del tiempo que le tocó vivir. Por medio de la parodia y un humor inteligente, Ionesco ofrece, tanto a lectores como a espectadores, la oportunidad de chocar con su propia realidad, abriendo el abanico de la reflexión y la toma de conciencia del mundo en el que estamos inmersos.
Su obra El rinoceronte es ejemplo de esta categorización del autor. A través de un relato atravesado por un elemento fantástico, el autor medita a viva voz y metafóricamente sobre un mundo atravesado por la Guerra Fría (1945-1989), las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y la total descreencia sobre el futuro. Con un rica e ingeniosa utilización del lenguaje, de la repetición y de unos diálogos cargados de ideologemas, el autor no solo logra divertir, sino que también logra calar en el inconsciente colectivo de una sociedad devastada por el horror de lo que la guerra puede hacer.
Nada de esto se ve en la trasposición fílmica de la obra, realizada por Tom O'Horgan en 1974 y protagonizada por Zero Mostel, Gene Wilder, Karen Black y Joe Silver, entre otros. Aquí lo absurdo y lo fantástico es tratado en pos de una comedia cargada de clichés simplistas que solo buscan la risa fácil del público. Con una utilización grotesca del cuerpo, con movimientos bruscos, acelerados y una gestualidad casi patética, el film es vaciado de todo el contenido social, político e ideológico que Ionesco supo imprimirle para llenarlo de una risa fácil, de una parodia de los estereotipos sociales planteados y una absoluta descontextualización del tejido social y cultural al que se refiere.
  

“La vida es una lucha, quien no combate es un cobarde (…) a naturaleza tiene sus leyes. La moral es antinatural” El Rinoceronte (Ionesco, 1960).

La trasformación en rinoceronte la cual es resistida por el protagonista (Berenguer en la obra, Stanley en el film), elemento central en la obra, es una analogía que puede estar relacionada a dos acepciones: puede remitirnos a la resistencia francesa a la invasión nazi, o bien puede remitirnos a la resistencia contra la globalización homogeneizante. Ambas acepciones denotan una clara ideología en pos de una denuncia social. El film, lejos de esto, trata a la transformación como algo gracioso, absurdo y burlesco, lo cual trastoca cabalmente el sentido político de la versión dramática.
Lo mismo sucede con el tratamiento de los personajes de Botard, Durard, Jean y el Señor Papillon. Todos representan algún agente social en la obra, que en clave paródica destaca su tono de denuncia: el conformista, el sindicalista o el jefe burgués explotador (recordemos que Ionesco critica arduamente a la sociedad burguesa). En absoluto esto se ve en la cinta, sólo se aprecian distintos personajes desencajados por la situación irreal que experimentan. Lo mismo sucede con la voluntad de poder que el personaje de Berenguer denota en la pieza: esta lo ensalza como la resistencia, aquel individuo que no sigue a la masa homogeneizada. En cambio, en el film, Stanley si bien no se corresponde con el cambio, éste es visto más como un borracho simpático que como un agente de la resistencia social.


“Berenguer: - No me gusta tanto el alcohol. Y sin embargo, si no bebo, no funciona. Es como si tuviera miedo, entonces bebo para no tener más miedo.
Jean: - ¿Miedo de qué?
Berenguer: -No sé muy bien. Angustias difíciles de definir. No me siento a gusto en la existencia, entre la gente, entonces tomo un vaso. Eso me calma, me distiende, olvido. (...) Estoy cansado, cansado desde hace años. Me cuesta llevar el peso de mi propio cuerpo...Todo el tiempo siento mi cuerpo como si fuera de plomo o como si llevara a otro hombre sobre la espalda. No me he acostumbrado a mí mismo. No sé si soy yo. Desde el momento en que bebo un poco, el peso desaparece y me reconozco, me convierto en yo mismo.” El Rinoceronte (Ionesco, 1960) Acto I, cuadro I.

Interesante trasposición fílmica que sirve para repensar ciertas categorizaciones con el objetivo de reflexionar, complementar y discutir nuestro lugar dentro de la sociedad, nuestra libertad de poder y la forma de empoderarnos del mundo.

Bonus Track

La ruta natural. Dirección: Àlex Pastor Vallejo.


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